Cualquier procesión de Semana Santa y nuestro Orgullo LGTB tienen más puntos en común de los que a primera vista parecen perceptibles, a pesar de que se acostumbre a presentarlos como si fueran antónimos.
Cualquier procesión de Semana Santa y nuestro Orgullo LGTB tienen más puntos en común de los que a primera vista parecen perceptibles, a pesar de que se acostumbre a presentarlos como si fueran antónimos.
Porque aunque se pretende hacer pasar una y otra celebración como opuestos absolutos, y se difunde así una sensación de radicalidad en ambos postulados que beneficia al discurso de odio y perjudica al reivindicativo en pos de una aceptable medianía no excesivamente empoderada, los elementos parateatrales de ambas celebraciones, con sus respectivos momentos de mayor importancia, los característicos atuendos que las visten, la interminable lista de parafernalias que las adornan y ensalzan la fe o la reivindicación, la ordenación ritual de sus participantes, e incluso un recorrido que se recuerda como históricamente inmutable pero que se ha ido adecuando a nuevas necesidades resultan al cabo bastante similares. No obstante, hay algunas diferenciaciones sobre las que no quiero dejar pasar la oportunidad de reflexionar.
