Cualquier procesión de Semana Santa y nuestro Orgullo LGTB tienen más puntos en común de los que a primera vista parecen perceptibles, a pesar de que se acostumbre a presentarlos como si fueran antónimos.
Cualquier procesión de Semana Santa y nuestro Orgullo LGTB tienen más puntos en común de los que a primera vista parecen perceptibles, a pesar de que se acostumbre a presentarlos como si fueran antónimos.
Porque aunque se pretende hacer pasar una y otra celebración como opuestos absolutos, y se difunde así una sensación de radicalidad en ambos postulados que beneficia al discurso de odio y perjudica al reivindicativo en pos de una aceptable medianía no excesivamente empoderada, los elementos parateatrales de ambas celebraciones, con sus respectivos momentos de mayor importancia, los característicos atuendos que las visten, la interminable lista de parafernalias que las adornan y ensalzan la fe o la reivindicación, la ordenación ritual de sus participantes, e incluso un recorrido que se recuerda como históricamente inmutable pero que se ha ido adecuando a nuevas necesidades resultan al cabo bastante similares. No obstante, hay algunas diferenciaciones sobre las que no quiero dejar pasar la oportunidad de reflexionar.
De entre los himnos y símbolos que acompañan a las distintas procesiones y a la manifestación es interesante observar que algunos solo están presentes en aquellas.
Al Orgullo lo acompañan canciones de Alaska y Gloria Gaynor, banderas arcoíris y discursos que piden derechos. A la Semana Santa la visten músicas religiosas, mantillas de luto y saetas devotísimas, pero también en sus procesiones es habitual escuchar el himno nacional, y ver banderas rojigualdas y trajes de gala de cualquier cuerpo funcionarial del Estado.
Más allá de la diferencia fundamental, que la Semana Santa consiste en un ejercicio de privación y castigo íntimamente vinculado a la muerte y el Orgullo es una muestra de alegría enlazada con la libertad y el deseo, si algo separa una y otra manifestación de cultura popular es que solo una de ellas, la religiosa, se posiciona a sí misma como celebración institucional a través de la muestra sin pudor de simbología institucional.
Para más INRI -nótese el chiste-, este año descubrimos que la nueva ¿y flamante? ministra de defensa, María Dolores de Cospedal, nos hace involucionar hasta tiempos preilustrados o, al menos, predemocráticos, con la orden de que las banderas de acuartelamientos oficiales ondeen a media asta en señal de luto por la muerte de un dios que hace décadas no pertenece a nuestro estado aún aconfesional.
Me pregunto si lesbianas, gais, bisexuales, transexuales y todas las personas que llenamos las calles por la tarde y en la madrugá de un sábado de julio somos menos oficiales que quienes estos días manchan el asfalto con cera, sangre y lágrimas.
Me pregunto si siquiera pretendemos ser oficiales, institucionales, y es por eso o por otro motivo por el que en nuestro Orgullo no suena el himno nacional, ni ondean banderas oficiales, ni podemos ver a los funcionarios con sus uniformes de gala.
Me pregunto si la diferencia está en que no nos dejarían institucionalizarnos hasta ese nivel, o en que hemos renunciado a hacerlo, quizá porque no compartimos los supuestos valores de esos símbolos, quizá porque algo nos dice que no somos dignos de ellos. Me pregunto por qué parece tan fácil pensar en un Cristo heterosexual que en un Cristo gay, bisexual, o transgénero; y me pregunto si la homofobia, como la procesión, se lleva por dentro.
Y sobre todo, y más importante, mientras nos es posible pensar en estas cosas tan sofisticadas en nuestro ambiente de seguridad occidental, me pregunto qué está pasando en Chechenia.