Una cuestión de fe

Con los ojos vendados, atravesando el campo, esta semana un hombre acusado de practicar la homosexualidad ha sido lapidado por el grupo terrorista autodenominado «Estado Islámico», que ya sabemos cómo está llevando a cabo un verdadero genocidio de personas no heterosexuales. Al mismo tiempo, no hay noticias de las dos mujeres transexuales detenidas en Dubai hace ya casi dos meses por ser consideradas «hombres disfrazados de mujer«. Quiero empezar esta columna señalando las atrocidades que se cometen contra personas lesbianas, gais, bisexuales y transexuales por personas que se amparan en un Islam mal entendido porque, como hablaré ahora de cristianismo, pretendo evitar el comentario habitual que se nos hace al señalar las múltiples atrocidades que se llevan a cabo en Occidente bajo la creencia de que son las palabras de Cristo. ¿A quién no le ha dicho alguien en cualquier red social, al denunciar la sarta de sandeces que profiere algún jerarca católico, que se dedique a criticar las barbaridades que sabemos se realizan en nombre de Mahoma? Y, aunque el argumento sea a todas luces absurdo, porque no es incompatible señalar una y otra apropiación indebida de un discurso religioso manipulado, se hace necesario comenzar señalando la atrocidad de la cultura ajena para empezar a tratar ahora la barbarie de la propia.

No nos engañemos: en el contexto de la cultura occidental se pueden denunciar cientos de ataques a los derechos humanos que suceden habitualmente en otras culturas, que a nuestros ojos occidentales resultan inadmisibles; pero hemos de empezar a desarrollar una adecuada manera de mirar las atrocidades que en nuestra propia cultura son tan cotidianas que son apenas percibibles. Cuando nos indican que vayamos a otro sitio a quejarnos es, precisamente, porque hemos dado con una de las claves sobre las que se asienta la cultura de la homofobia -y bifobia y transfobia- occidental. Y a nadie extraña ya que la mayor parte de ellas encuentren su origen en una interpretación rocambolesca de los textos sacrados del cristianismo. No es este el lugar para desmontar una vez más los mitos de la tradición cristiana, cuestión que convertiría estas pocas líneas en un tratado específico que nos apartaría del camino que deseamos recorrer. Además, no considero que sea preciso recordar que sucesos como el martirio de los primeros cristianos han sido sobredimensionados con la intención de alcanzar el rango de lo legendario, silenciando mientras tanto otros sucesos como el genocidio de personas no cristianas que se ordenó desde la primerísima iglesia cristiana poco tiempo después de su institucionalización como religión de Estado en los últimos años del Imperio Romano. La actitud crítica occidental se ha desarrollado ya lo suficiente como para entender las relaciones de poder que se esconden tras las tradiciones y recuperar la historia silenciada.

Pero siempre queda el personaje excéntrico, que no sabe leer textos sagrados como fábulas y los interpreta de manera literal. Aún hay quien considera la creación del Universo como un suceso mágico y la creación del hombre como un evento relacionado con la alfarería, cuando tras la costilla de Adán que generó a Eva no es difícil encontrar el mito pagano del Andrógino, o hallar referencias a diferentes teogonías mitológicas en los primeros versículos del Génesis. Todo quedaría en un interesante debate sobre historia de las religiones si no fuera por las actividades de esos excéntricos -ya residuales- que convierten el cristianismo en una ideología peligrosa, precisamente porque no lo entienden, porque no son capaces de llevar a cabo una interpretación correcta de un texto. Así ha sucedido con Matthew McLaughlin, abogado de la oficina del fiscal general de California, que recientemente ha presentado una propuesta que será votada para su entrada en vigor si consigue 360.000 firmas, la conocida como «Ley de supresión de la sodomía», que obligaría a ejecutar de un tiro en la cabeza a cualquier persona que toque a otra de su mismo sexo con fines sexuales, porque esta acción la considera, en su lectura fanática de ciertos textos sagrados del cristianismo, un pecado; en tanto Kamala Harris, la fiscal general de California, mejor lectora y sabedora de que no está de más leer otros textos como la Declaración de Derechos Humanos, ha pedido ya a la Corte Suprema del estado la anulación de esa proposición que, en su barbarie, roza lo grotesco.

Nadie podrá, dentro de la forma de pensar que caracteriza a Occidente, negar que el señor Matthew McLaughlin es un extremista. Habrá quien además lo considerará un imbécil, una persona cuya devoción es inversamente proporcional a su inteligencia, un tipo despreciable que debiera dar con sus huesos en la más oscura de las cárceles. Pero resulta mucho más complicado entender que este fanático no es sino la expresión más extrema de una forma de pensar que también caracteriza a Occidente. En nuestro espíritu liberal entendemos que la libertad de expresión debe ser siempre respetada, y se convierte en algo problemático resolver cómo enfrentarnos a las manifestaciones de ideologías particulares que atentan contra los Derechos Humanos en mayor o menor medida. A nadie escapa que las intenciones de la «Ley de supresión de la sodomía» son intolerables, por extremas, pero ¿qué hacemos con las versiones más edulcoradas de esa misma cultura de la homofobia, casi impercibibles por estar tan incorporadas a nuestro sistema de pensamiento?

Encontramos el caso de la florista Barronelle Stutzman, multada con 1001$ por negarse a suministrar flores para la boda de Robert Ingersoll y Curt Freed, y que ha recibido 100.000$ en donaciones, apoyando su decisión, amparada según ella en el libre ejercicio de su fe Bautista. También una pizzería de Indiana, que no quiso atender una boda entre dos hombres, ha recibido 840.000$. Son actuaciones que han sido condenadas, cierto, pero al mismo tiempo son respaldadas por buena parte de nuestra sociedad, que entiende que es preciso defender el derecho de una persona, aun frente a los derechos de las demás. Así es como se consiguió aprobar la «Ley de libertad religiosa» de Indiana, que permitía la discriminación si de algún modo podía ser amparada por las creencias religiosas de la persona que discriminaba. Fueron muchas las personas que mostraron su disconformidad con la promulgación de esta ley, muchas de ellas famosas, y finalmente se ha conseguido que tanto a esta legislación de Indiana como a una similar en Arkansas se introduzcan modificaciones para evitar precisamente la discriminacion hacia lesbianas, gais, bisexuales y transexuales ( http://www.cascaraamarga.es/politica-lgtb/lgtb-internacional/11155-arkansas-e-indiana-modifican-las-leyes-que-pretendian-discriminar-a-las-personas-lgtb.html ), convirtiéndose así en verdaderas leyes de igualdad de trato para personas no heterosexuales, si bien resulta preocupante que no se atienda a otras discriminaciones posibles según las creencias religiosas, como podría suceder si un empresario no permite la entrada en su establecimiento de quien haya segado toda la extensión de su tierra o no deje el fruto caído para que lo recojan los pobres (Levítico, 19:9-10), se niega a atender a quien desee comer morcilla -también se prohibe la ingesta de sangre en el Levítico (17:10)-, o discrimina de algún modo a quien no considere que el Papa no puede equivocarse o que la persona caída no puede redimirse por sí misma, como indican dos de los dogmas del catolicismo, que deben ser seguidos para poder tenerse uno por buen católico… Es evidente, claro, que las personas objeto de la discriminación con este tipo de leyes que, presuntamente, defienden una libertad no son cualquiera, sino que están perfectamente identificadas: bajo el amparo de la libertad de expresión, de la libertad religiosa, no se persigue sino asegurar el desprecio hacia personas heterosexuales. Hay que valorar, no obstante, que el discurso del fanatismo religioso se haya desarrollado hasta ese punto en los Estados Unidos, llevando a cabo propuestas legislativas en positivo, que al menos fingen no estar atacando directamente a un grupo social determinado. En España seguimos padeciendo de tarde en tarde el exabrupto ultra y presentado descaradamente en negativo de los más delirantes dirigentes católicos, aunque también contamos con algunos personajes que han evolucionado en su discurso y ya no afirman que nuestra existencia supone un peligro, sino que pretenden ayudarnos a «corregir» nuestro «error», partiendo de la base de que hemos elegido no ser heterosexuales, o de que hemos sido engañados en algún momento hasta apartarnos de la senda de la sexualidad «correcta». Así, desde el obispado de Alcalá de Henares se ofrecen las conocidas terapias reparativas de la homosexualidad, y corre el rumor de que también se aplican en algunos colegios para menores con necesidades especiales: las mismas terapias que Barak Obama ha solicitado que sean prohibidas.

El fanatismo religioso se ha adaptado a un nuevo tiempo para presentar una cara más amable, pero hay que saber descifrar cuándo esa cultura de la homofobia -y bifobia y transfobia- enseña los dientes bajo unos labios pintados. La libertad de expresión, la libertad religiosa, no puede ser la excusa que presente la intolerancia para seguir minando el tortuoso camino que nos conduce al reconocimiento de derechos. Pero, como ya comenté anteriormente al hablar de los libros de contenido discriminatorio, es preciso ser más inteligente, disponer de una estrategia mejor, y no seguir la Ley del Talión, sino proponer medidas que impliquen a las personas heterosexuales en nuestro activismo e ir así convirtiendo nuestro sendero en autovía. Las personas lesbianas, gais, bisexuales y transexuales no tenemos por qué despreciar las manifestaciones religiosas, más aún cuando son muchas quienes las comparten, porque la espiritualidad o su ausencia son cualidades también de la diversidad humana. Simplemente hay que señalar que en ocasiones hay textos mal entendidos e intereses lamentables tras ciertas declaraciones y, así, condenarlas, llevando a cabo acciones como la de Jeran Artery, un activista dee Wyoming Equality que ha propuesto que las iglesias que difundan mensajes discriminatorios pierdan la exención de impuestos; o la Charlotte Laws, que frente a la propuesta de Matthew McLaughlin ha presentado su propia iniciativa legislativa para que sea votada la «Ley contra los intolerantes imbéciles», que obligará a quien dé muestras de intolerancia hacia personas no heterosexuales a contribuir con 5.000$ a una entidad en defensa de los Derechos de la Diversidad Sexual y de Género, además de a relizar diferentes cursos de sensibilización.

La fe de nuestro activismo no es otra que la creencia en la capacidad de las personas para emanciparse, para liberarse de las cargas de largas tradiciones repletas de odio y aprender a descifrar los retorcidos mensajes que la intolerancia esconde bajo la forma de ciertas libertades. Sigamos caminando luchando por despojarnos de la venda que nos cubre los ojos, para ser capaces así de ver cómo se acercan las piedras y recordemos que compartimos una gran creencia. Creemos en la diversidad y la defensa de sus derechos, así en la Tierra como en los Cielos.

Publicado en Cáscara Amarga el 11 de abril de 2015.

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