Esta semana, como consecuencia del asesinato del actor Koldo Losada por su marido, se ha abierto el debate de la violencia intragénero, en el que nos hemos encontrado al popular Monago, presidente de la Junta de Extremadura, que gobierna con el apoyo tácito de Izquierda Unida, proponiendo incluir esta forma violencia en la regulación de la violencia de género, exactamente la misma propuesta que hace Colegas, y contra la sabia opinión de Fundación Triángulo, que señala que son cuestiones diferentes, aunque relacionadas, ya que la violencia intragénero, que debe ser prevenida, por supuesto, no se fundamenta en el machismo como sí lo hace la violencia de género. Quizá fuera necesario añadir un importante matiz: incorporando a la regulación contra la violencia de género otras formas de violencia bien es cierto que las parejas del mismo sexo encontrarían mayor amparo, pero se conseguiría por contra difuminar la especificidad de la violencia contra las mujeres, que es como sabemos un problema sistémico… y quizá sea precisamente eso lo que pretende, con una estrategia muy elaborada, el Partido Popular extremeño…
Pero este debate quizá sea mejor tratarlo en profundidad en otro momento y hacer repaso de otras muchas noticias que hemos conocido en estos días, marcados fundamentalmente por la información que nos llegó el pasado sábado a través de las redes sociales sobre la agresión a una joven pareja de chicos en el Burger King de la madrileña «plaza de los cubos», ya solventada por la cadena de comida rápida, que también rápidamente ha tomado medidas para que no vuelva a producirse un caso así. Y es que las agresiones son cada vez, si no más frecuentes, sí que más conocidas, y es lógico así que por esto mismo Comisiones Obreras, la asociación policial GayLesPol y FELGTB hayan elaborado un documento con consejos para evitarlas en zonas de cruising, necesario texto que, aunque quizá peque de generar miedo, resulta necesario, porque el miedo y las agresiones existen y hay que saber afrontarlos. Y es que es necesario preguntarse cómo no va a haber miedo, cómo no van a producirse agresiones, si hay quienes creen que pueden permitirse comentarios como los del pastor baptista Steven Anderson, que propone matar a todos los gais para acabar con el SIDA, los de la ya dimitida política letona Inga Priede que afirmó en twitter, sobre las personas homosexuales, «Gracias a Dios! Los alemanes les dispararon a tiempo. Era bueno para la demografía«; o los que le han costado una multa de 1.800€ a Montserrat Hernández, la alcaldesa aún no dimitida de San Bartolomé de Béjar, que insultó y amenazó a un matrimonio de hombres en su localidad. Si ya nos lo indicó Mariló Montero, «quienes más sufren acoso homófobo en España es la comunidad de gays, lesbianas, transexuales y bisexuales«, frase que no sabemos si es más lúcida que cualquier otra, por haber comprendido que las personas heterosexuales también pueden ser víctimas dee la discriminación homófoba, o si por el contrario no es más que un exabrupto desinformado dentro del ya célebre discurso irracional de la periodista. Se agradece, de todos modos, sea como fuere.
Pero, en toda esta danza de noticias, buenas y malas, me interesa especialmente una que habla exactamente de qué somos las personas que no somos heterosexuales, de cómo nos distinguimos de las que lo son. La Unión Europea por fin ha prohibido las pruebas para determinar la homosexualidad de los solicitantes de asilo que lo reclaman por estar perseguidos con motivo de su orientación sexual. Hasta ahora eran habituales pruebas, más bien torturas, como la falometría, consistente en proyectar películas pornográficas al hombre que se afirmaba gay, para observar atentamente cómo evolucionaba su pene frente a las imágenes de dos o más hombres manteniendo relaciones sexuales. Hemos librado a cientos de personas de estas prácticas salvajes, pero queda siempre la gran pregunta sin resolver: ¿en qué nos diferenciamos de los héteros?
A todas las posibles leyendas urbanas, teorías de pseudociencia y de ciencia formal, hoy quiero añadir una más: somos diferentes por nuestra forma de bailar. Y no porque conozcamos otras danzas, que también, sino porque los bailes de quienes hoy nos llamamos lesbianas, gais, bisexuales y transexuales siempre han sido marcadamente diferentes al resto. Ya desde la Antigüedad sabemos de las danzas de jóvenes, chicos y chicas, frente a sus amantes o posibles amantes del mismo sexo. Las cráteras griegas están repletas de esas imágenes y hasta en nuestros días son motivos literarios potentes, como las que describe Mary Renàult en El muchacho persa, ejecutadas por el eunuco esclavo Bagoas frente a Alejandro Magno, que no pudo resistir la tentación y compartió su cama con su esposa, Roxana, su amante, Hefestión, y su joven eunuco. Más adelante, ya en nuestro Siglo de Oro, fue conocida la chacona, danza que acabó prohibida por sus movimientos excesivamente lúbricos, y que tuvo como hermana a la mariona, cuya raíz en marión -«hombre afeminado» o «sodomita», según la progresista Real Academia- nos hace pensar en una estrecha vinculación de ese baile con los que entonces éramos. Y, poco después, sabemos que comenzaron a ser frecuentes, ya desde el siglo XVIII, las molly houses, espacios de relativa libertad para encontrarse entre iguales, que permitían la danza y la seducción y que fueron evolucionando hasta los espacios que permitían el baile entre personas del mismo sexo, junto a otras parejas heterosexuales, tan célebres en la década de 1920, retratados por Christopher Isherwood. Pero, con la crisis económica de 1929 y la II Guerra Mundial, el negocio cambió y los locales empezaron a estar destinados únicamente a personas del mismo sexo y, después de aquellos salones en los que dos hombres podían bailar el fox trot sintiéndose iguales a Fred Astaire y Ginger Rollers, sin importar que uno fuera llevado por el otro, ocupando así el papel culturalmente designado a la mujer; después de todos esos bailes, llegó el Rock & Roll. Y a partir de entonces ya nadie bailaba abrazado a nadie: ni el rock, ni el pop, ni la música actual que escuchamos en cualquier fiesta -del reaggeton mejor no hablamos, ¿vale?- permiten que una persona se agarre a otra. Y aunque incluso en este momento hay variedades en el baile que permiten diferenciar héteros de no heterosexuales -y valga como muestra el boogie gay, que reseñaba Patricia Neil Harris en su El corredor de fondo-, resulta ahora que hemos hecho toda una revolución sexual para poder amar como queramos y bailar como queramos, pero ya no podemos bailar como antes lo hacíamos, aunque fuera en una relativa clandestinidad. Yo no sé si alguna vez has aprendido a bailar en pareja: la coordinación, la confianza, el contacto físico y el especialísimo vínculo que se crea entre dos cuerpos que danzan abrazados tienen unas implicaciones eróticas y de autoconocimiento que muy poco tienen que envidiar al sexo. Y, es más, creo incluso que, aunque no me guste darle la razón a Sergio Dalma, desde que no bailamos agarrados el sexo ha debido empeorar mucho, porque hemos dejado de aprender a poner en comunicación nuestro cuerpo con otro.
Por eso, y para celebrar que la Ciudad de Buenos Aires ha creado su primera defensoria LGTB y como homenaje a Ekaterina Khomenko, la bailarina lesbiana rusa que fue asesinada tras publicar una foto bellísima bailando en el metro, te propongo una experiencia: el tango queer. Porque el tango, aunque el dato sea poco conocido, empezó a ser bailado entre hombres, pues las mujeres lo tenían por inmoral -o al menos ésa es la excusa oficial-, y, aunque se considere un baile con roles de género muy marcados, desde hace un tiempo la incorporación de parejas del mismo sexo, como sucedió en el Campeonato Mundial de Tango de 2013, ha servido para deconstruir esos roles y para empezar a generar una red de clases y espacios donde bailar parejas del mismo sexo. En Madrid yo ya me he hecho asiduo a la milonga La Traviesa, que se celebra todos los viernes. Y es bueno recordar, semana tras semana, lo que significa bailar junto a alguien, romper roles y poder afirmar que, como dice la lorquiana Figura de Cascabeles en El Público, «danzando es la única manera que tengo de amarte». Y, si no la única, sí la mejor.