El Síndrome de Estocolmo: ¿qué es una agresión homófoba?

Las agresiones a lesbianas, gais, bisexuales y transexuales son una constante. Las personas que no somos heterosexuales convivimos con el miedo a ser insultados y maltratados en cualquier momento y, aunque en estos días se han hecho virales la noticia del intento de agresión a dos participantes en los XXVI Encuentros Estatales LGTB organizados en Gandía y, sobre todo, un vídeo con un ataque verbal en el Metro de Madrid, que ha hecho arder las redes sociales; sabemos que estos atentados muy rara vez son denunciados.

Hace unas semanas la diputada socialista Ángeles Álvarez, conocida por ser la primera lesbiana visible en ése ámbito político, preguntó en el Congreso al Gobierno, a propuesta de la madrileña asociación Arcópoli, por los datos sobre agresiones homófobas, tránsfobas y bífobas. La pregunta exacta fue «¿qué número de denuncias por ataques homófobos tienen registrados los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado en los años 2010, 2011, 2012 y 2013?». La respuesta fue casi insultante: en 2010 hay constancia de 6 agresiones, que fueron 14 en 2011, 7 en 2012 y 16 en 2013. En 2013 en la Comunidad de Madrid no aparecen más que dos casos, que fueron nueve en la provincia de Barcelona; y en ese período de tiempo en las Islas Baleares no se registró ninguna denuncia. La conclusión, si bien el Gobierno querrá asegurar según estos datos que las agresiones contra lesbianas, gais, bisexuales y transexuales apenas existen en nuestra querida España, es evidentemente que los ataques fundamentados en la orientación sexual o identidad de género de la víctima no son apenas denunciadas. Los colectivos suelen defender que únicamente se lleva a comisaría uno de cada diez casos, pero con los datos ofrecidos por el Ministerio del Interior es más que posible intuir que el porcentaje es mucho menor. Y la explicación no es únicamente el miedo que nos supone a quienes no somos heterosexuales afirmar nuestra identidad frente a un policía -que ciertamente es una de las motivaciones principales-, ni considerar que los Cuerpos de Seguridad ignorarán nuestra reclamación, hecho entendible dado que muy rara vez están suficientemente formados para comprender nuestra realidad. Si ahondamos más en la cuestión quizá que nos sea posible extraer un motivo aún más terrible para explicar esas poquísimas denuncias, y es que estamos tan acostumbrados a la discriminación que en muchas ocasiones nos resulta muy difícil entenderlas como tales, y sencillamente pensamos que son cuestiones de poca importancia, motivadas por comportamientos tradicionales y no por el más que evidente odio hacia los otros que se ha convertido en un elemento estructural de nuestra cultura.

A lo largo de esta semana, mientras se difundía más y más el vídeo de la agresión en el Metro, fueron muchos los amigos y conocidos que me escribieron y llamaron para preguntarme dónde estaba la homofobia en la grabación. Argumentaban que no se veía a la pareja de agredidos, así que las barbaridades que el cabestro protagonista de las imágenes soltaba en el vagón podrían estar dirigidas a cualquiera, no a dos jóvenes gais o bisexuales. Yo no sé si estos conocidos tienen la capacidad de apreciar la diversidad de sexo y género de cualquier persona a través de una imagen, intuyo que sí, por lo que me comentaban, pero la cuestión no recae en si el agredido es o no una persona no heterosexual, sino que se encuentra en la lectura que hace el agresor de su víctima. Y es que cualquiera puede ser víctima de la homofobia, la bifobia y la transfobia, porque al homófobo, al bífobo y al tránsfobo les da igual si somos o no lesbianas, gais, bisexuales y transexuales: le importa únicamente que él considera que sí lo somos.

Otra cuestión fue el hecho de que el imbécil que viajaba en el vagón no pronunciaba las palabras clave para identificar fácilmente esta forma de discriminación. Se suponía entonces que no puede ser homófoba aquella agresión en que no se pronuncie la palabra «maricón». Pero sí que el célebre idiota afirmaba cosas tales como «sois unos putos mierdas todos», «no sabéis lo que es apreciar la puta vida», «vosotros sois unos mierdas, unos mierdas como un piano», «no sabéis lo que es la puta vida»; e incluso tenía la clave para corregir el comportamiento de sus compañeros de vagón, porque exclamó también «una puta mili os ha faltao a vuestra puta generación de mierda», una mili que tenía destino preciso y habría conseguido el objetivo de este hombre despreciable, porque «os hubiera tocao en la infantería de Marina y en la Legión, os habríais cagao con to el equipo, os habríais hecho hombres de puta raza. Sois unos mierdas todos». Intuyo que, además, este borrico con bonometro hablaba con conocimiento de causa: parece ser que su padre era homosexual y gracias al servicio militar pudo «corregir» su orientación sexual y engendrar tamaña bestia, ya que comenta también «¿tú sabes cuántos años estuvo mi padre en la puta mili? Tres años en caballería en Melilla», que ya podría haberse enrolado el progenitor de este mastuerzo en otro cuerpo que no fuera caballería, o no haber ido a Melilla, o haber hecho cualquier cosa necesaria para ahorrarnos una descendencia tan repugnante. El problema es que, como no pronunciaba ninguno de los apelativos frecuentes: marica, maricón, mariquita, invertido, sodomita, manflorita, sarasa, bujarrón… no es posible, según me decían, afirmar tajantemente que la agresión tenía como fundamento la homofobia. Pero sí lo tenía, porque no hace falta escuchar al zopenco viajero decir las palabras mágicas para deducir que su discurso de odio nacía de haber interpretado que las víctimas no eran «hombres» tal como él solito desde su asiento decidió que debían ser los hombres. ¿Por qué lo decidió? Me da pánico adentrarme en los pensamientos de semejante animal, y además no hace ninguna falta: la clave es que para este académico del odio -cuya obsesión por pronunciar «puta» cada cuatro palabras me resulta hasta interesante, digna de aparecer en un manual de psiquiatría explicando las motivaciones ocultas de la homofobia- la pareja de chicos que viajaba en el Metro debía comportarse de otro modo, del modo en que él consideraba correcto. Y no hay más.

El último asunto es que hay quienes consideraron que no podía tratarse de una agresión si no había violencia física. Si bien «agresión», en el diccionario de la Academia, aparece en primer lugar definida como «acto de acometer a alguien para matarlo, herirlo o hacerle daño», no sólo tenemos en ese «hacerle daño» un espacio para considerar lo verbal como posible herramienta para una agresión, sino también en la segunda definición, «acto contrario al derecho de otra persona», encontramos una manera de entender las agresiones que, por supuesto, incluye cualquier manera de emplear las palabras con la única intención de censurar un derecho. Y expresarnos tal como somos, amar a quienes amamos, acostarnos con quienes queremos acostarnos y, por supuesto, reírnos con un amigo o pareja en el metro son derechos, nuestros derechos, por mucho que al cafre de turno pueda molestarle. Una palabra también puede hacer daño, más aún cuando encierra una posible agresión física, como decía nuestro estúpido agresor, «te doy una hostia así… me cago en Dios»; pero hay que saber interpretarla bien: una palabra que censura cualquiera de nuestras formas de existir es una agresión a nuestras formas de existir. Aunque no se pronuncie junto a un adjetivo clave, aunque no vaya acompañada de una patada ni podamos descifrar la agresión enjuiciando nosotros mismos a los agredidos y su particular diversidad, aunque nos cueste cierto esfuerzo escapar del síndrome de Estocolmo que nos produce habernos socializado en un contexto donde esas palabras, esos menosprecios constantes, formen parte de un sistema de poder que se ejerce contra quienes no son exactamente no ya como quien comete la agresión, sino como el canon de persona aceptable por el propio sistema. Ya lo dijo Didier Eribon, en su monumental Reflexiones sobre la cuestión gay, «la injuria es constitutiva de la subjetividad homosexual», y cabe recordar también que

la injuria no es sino la forma última de un continuum lingüístico que abarca tanto el chisme, la alusión, la insinuación, el comentario malévolo o el rumor como la nroma más o menos explícita, más o menos venenosa. Puede leerse u oírse simplemente en la inflexión de la voz, en una mirada divertida u hostil. Todas esas formas atenuadas o desviadas de la injuria constituyen evideentemente el horizonte lingüístico de la hostilidad en la que deben vivir los homosexuales,

y así resulta necesario observar más allá del insulto evidente, y saber descifrar, para denunciarlas, en cualquier manifestación verbal, en cualquier gesto, por pequeño que sea, segundas intenciones que se han naturalizado y conforman una Cultura de la Homofobia, la Bifobia y la Transfobia.

Recomendé y recomiendo siempre comparar el caso en cuestión con otros semejantes referidos a otras discriminaciones, porque no habría existido duda alguna si el zote del vagón le dijera, a una supuesta mujer que pudiera ir vestida de ejecutiva, «tú lo que deberías hacer es estar en casa fregando»; o a un supuesto hombre de etnia negra «tú lo que deberías hacer es estar en los campos recogiendo algodón». Ambos serían casos evidentes, porque el discurso del Feminismo y el discurso por la igualdad étnica ha evolucionado suficientemente para saber interpretar esas agresiones. Ahora es nuestro turno: es urgente elaborar herramientas suficientes para que venzamos en primer lugar nuestra ocasional incapacidad para analizar los ataques a los que somos sometidos, para saber observar adecuadamente la multitud de discriminaciones que padecemos sin ser apenas conscientes; y empezar luego un largo camino, la segunda gran batalla después de conseguir el Matrimonio Igualitario y la primerísima Ley de Identidad de Género ya hace demasiados años, en que exijamos poder vencer el miedo a la denuncia, en que se nos garantice que el personal de los Cuerpos de Seguridad va a entender nuestra situación y no la entenderá como parte razonable del sistema social, y en que finalmente cada atentado contra nuestra Igualdad sea duramente condenado. Arcópoli ya ha lanzado una campaña animando a las víctimas a denunciar y vencer el silencio, cómplice y víctima del miedo al mismo tiempo, exactamente del mismo modo en que dio comienzo la lucha contra la violencia de género. Ésa será nuestra lucha: que no nos callen, porque estamos aquí y nadie, por mucho que obispos, ministros y viajeros de metro se empeñen, nadie va a conseguir que abandonemos otra vez el poder la palabra, nuestra palabra: la palabra que hemos tomado para construir un mundo posible para todos nosotros y nosotras.

Publicado en Cáscara Amarga el 22 de noviembre de 2014.

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