De mayor quiero ser «mariconazi»

«Yo soy feminista, pero no hembrista», me contaba una buena amiga esta semana que había dicho una mujer en una reunión política, de izquierdas, para mayor gravedad. El Feminismo ha venido padeciendo a lo largo de los últimos años el acecho de una extraña sombra que amenaza con limitar su discurso: la creación conceptual de algo que se ha venido a denominar «hembrismo», que emplean los reaccionarios para diferenciar buenas y malas feministas. Las buenas reivindican hasta cierto punto, pactan y no amenazan la superestructura de la explotación machista. Las malas, las nuevas brujas perseguidas por la Santísima Inquisición del Macho, cuestionan el sistema del patriarcado y reivindican nuevos sistemas de igualdad. Ésas son las supuestas «hembristas», las «feminazis», las que odian a los hombres, las que son culpables de cualquier violación y violencia porque sus reivindicaciones son excesivas y empañan la bondad que se asocia a la categoría «Mujer». Pero el «hembrismo» no existe, por supuesto. No hay ningún movimiento que reivindique la inferioridad de los hombres. Lo que hay es una reacción, una reacción patriarcal, que para reinventar el discurso de la discriminación sexista acepta determinadas concesiones, algunos mínimos, y ataca por resultarle excesivo el discurso del Feminismo. Lo peor es que algunas mujeres han caído en la trampa…

La semana pasada todos y todas vivimos la convulsión que produjeron las declaraciones de Sandra Barneda, y a todos los que defendimos puntos de vista discrepantes con su discurso patrocinado por Telecino se nos tachó de extremistas, de «taligais». No quiero volver sobre aquello, pues ya dediqué a la periodista mi anterior columna, pero sí me parece necesario reflexionar sobre las diversas formas con que se manifiesta el discurso de la vindicación de los derechos de las personas no heterosexuales porque, del mismo modo que dentro del Feminismo podemos encontrar feminismos negros, de la diferencia, transfeminismo, etcétera, dentro del activismo de la diversidad sexual y de género son muchos los discursos posibles, aunque habitualmente sean entendidos como un bloque uniforme.

La diferenciación clásica del discurso activista tiene dos ejes: el asimilacionismo, por una parte, que defiende la equiparación en derechos mientras las personas no heterosexuales ni cisexuales se incorporan a una suerte de cultura global -heterosexual, por supuesto- y se erradica así cualquier tipo de diferenciación; y el comunitarismo, por otro lado, que persigue del mismo modo la igualdad de derechos pero reivindica la existencia de una comunidad de personas lesbianas, gais, bisexuales y transexuales como integrantes de una (sub)cultura, es decir, postula diferencia radical con las personas heterocisexuales, que no por existir debe suponer una diferenciación en el reconocimiento de derechos civiles. Esa diferencia, está claro, es en todo momento autodesignada, porque de ningún modo puede admitirse la heterodesignación de la diferencia: si una persona heterosexual te llama diferente entiéndelo como un ataque, porque muy rara vez entenderá tu propia reivindicación de la diferencia. Existe, así, según el comunitarismo, un derecho a la diferencia, pero jamás una imposición de ésta. Con el tiempo y el devenir de los colectivos estos dos ejes de pensamiento se fueron confundiendo y aparecieron postulados queer que, para ser muy breves, suponen una vuelta de tuerca al comunitarismo: no sólo se reivindica la diferencia, sino que también se pone en cuestión todo el sistema de sexo y género donde esa diferencia se integra.

Esta semana nos hemos encontrado con varias noticias que evidencian que, si bien esas tres formas de pensamiento se han ido olvidando, existen distintas formas de reivindicar derechos para la diversidad sexual y de género. Marina Silva eliminó de su programa para alcanzar la presidencia de Brasil el Matrimonio Igualitario, y la eliminación del compromiso, que ella desde sus creencias evangélicas -la misma religión que condena a miles de personas no heterosexuales a ser perseguidas en África- afirma que no es sino la «corrección de un error». Mientras tanto en Chile acaba de salir del armario Cristián Lozoya González, político de derechas, Antonio Hurtado, diputado gay visible del PSOE en el Parlamento, denuncia el aumento de agresiones contra lesbianas, gais, bisexuales y transexuales y anuncia que presentará una iniciativa al respecto; y se nos informa de que el Programa de Información y Atención a Homosexuales y Transexuales de la Comunidad de Madrid -me inquieta y mucho la exclusión de personas bisexuales- recibirá en los próximos presupuestos un incremento del 6% en sus fondos, un total de 322.650€ destinados a la lucha contra la discriminación por orientación sexual e identidad de género. Tenemos, así, una política que se llama socialista -yo no considero compatibles el Socialismo y la discriminación, ella quizá sí- contraria al Matrimonio Igualitario, y un político socialista que reclama una respuesta a las agresiones que sufren las personas no heterosexuales, y en el lado de la derecha un político chileno haciéndose visible y un Gobierno del Partido Popular -el que presentó el recurso de la vergüenza, que nunca se nos olvide- incrementando el presupuesto de una entidad dedicada a lesbianas, gais, transexuales y supuestamente también bisexuales. Diferentes maneras de abordar las reivindicaciones, y puede que ninguna pueda encajar perfectamente dentro de los ejes de pensamiento antes mencionados. Me planteo si, al menos en nuestro país, la incorporación de la defensa de los derechos de las personas no heterosexuales al discurso político de todos los partidos -o aparentemente de todos los partidos, o de todos los partidos con representación parlamentaria, o aparentemente de todos los partidos con representación parlamentaria, ya sabes por dónde voy- ha provocado que las diferenciaciones ideológicas clásicas entre izquierda y derecha inunden el discurso del activismo y sea más fácil entender las distinciones entre postulados de la reivindicación de la diversidad a través de la diferentes posturas de las ideologías clásicas y no desde los ejes del pensamiento activista.

De este modo, y dejando a un lado el pinkwashing -el desarrollo de acciones específicas destinadas a las personas no heterosexuales por parte de entidades que han sido claramente contrarias a sus derechos y ahora pretenden lavar su imagen-, que entiendo que es la estrategia discursiva de cierto partido que ya te imaginas, son tantas las posibilidades de abordar la defensa de derechos civiles para lesbianas, gais, bisexuales y transexuales que es lógico que encontremos pronto, si no ya mismo, una reacción heterosexual que privilegie ciertos discursos que no cuestionen la supraestructura y demonice los postulados que desafían el orden canónico establecido. Nacerán los mariconazis, las bollonazis, las transnazis y binazis. Nos incorporaremos a la maléfica danza saturnal de las brujas del Feminismo que no pacta con el poder del patriarcado, habrá activistas malos y buenos, según seamos nombrados desde el discurso heterosexual. Y el mal activista no será el que muchos y muchas conocemos, la persona que emplea el activismo como puente hacia algo más y no como un objetivo transformador en sí mismo, como es y debe ser; será el que ponga en duda la participación el discursos heterocentrados, las políticas gayfriendly que esconden el pinkwashing, las declaraciones amables que cuestionan el verdadero trabajo por la Igualdad. Y habrá que decidir qué tipo de activistas somos. Yo, de momento, de mayor quiero ser mariconazi.

Publicado en Cáscara Amarga el 6 de septiembre de 2014.

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