Quiero tomarme hoy la licencia de escribir únicamente acerca de la homosexualidad, aunque considere que los discursos trans y de la bisexualidad son los que con mayor acierto están consiguiendo hacer avanzar al pensamiento sobre la diversidad sexual y de género. Y, además, trataré sólo de la homosexualidad masculina, pese a que creo que los planteamientos de las mujeres lesbianas son los más precisos a la hora de analizar la discriminación a que nos vemos sometidas todas las personas que nos escapamos de la norma heterosexual. Quiero escribir sobre homosexualidad masculina, sobre gaicidad, justo ahora, porque empiezo a temer que, sin darnos cuenta, estemos encaminándonos a la feminización de la homofobia, la bifobia y la transfobia, igual que se feminizó la pobreza y otras tantas formas de exclusión social. Voy a escribir sobre hombes gais porque es posible que los gais ya no existan.
Si seguimos la idea de Zizek, la política pura está reservada para las personas que demandan el derecho básico a ser escuchados, a disponer de un espacio propio y, una vez conseguido esto, cambia la forma de su reivindicación, ya fuera de la opresión, para acabar siendo objeto de la postpolítica, gracias a la cual los grupos dominantes negocian la aceptación de determinados derechos de los grupos dominados siempre sin cuestionar el orden global. Con el reconocimiento del Matrimonio Igualitario, y estando como estamos cada vez más cerca de alguna forma de regulación de la gestación subrogada en España -tema que empieza a ser la fundamental reivindicación de los hombres no heterosexuales-, podría parecer que las reivindicaciones de los gais han desaparecido, que de aquellos varones homosexuales reivindicativos -gais- no queda más que un recuerdo amable y con mayor o menor reconocimiento; y que nos enfrentemos ahora a los «postgais», despolitizados, que como hombres que son -somos- han podido recuperar el estatus social masculino, que se les negaba como consecuencia de su homosexualidad, con mayor facilidad que el resto de personas discriminadas y así, una vez reubicados en el sistema de clases sexuales gracias a años de lucha activista, se sientan capaces de olvidar que su actual tranquilidad, su vida habitable, no la han conseguido solos, sino que es fruto de una reivindicación colectiva.
No hablo, por supuesto, tratando de hacer estas ideas aplicables al total de los hombres gais, pero creo necesario tratar el tema, sobre todo después de las recientes declaraciones del actor Fernando Tejero, que se nos presenta ahora como víctima al haber sufrido un presunto outing -si bien él mismo decidió visibilizarse en twitter-, y se ha dedicado a demonizar el trabajo activista que ha conseguido que hombres homosexuales como él puedan permitirse ahora el privilegio de ser visibles a discreción y recorrer platós televisivos propagando ideas tan peligrosas como la consabida «no hace falta un Día del Orgullo», la tan común «yo soy una persona normal», o las clásicas y tan desafortunadas diferenciaciones erróneas entre lo público y lo privado.
Está claro que el caso Tejero no es más que una anécdota, si bien lo suficientemente significativa como para que nos haga reflexionar sobre la amenaza de estar construyendo inconscientemente un nuevo modelo de hombre gay que ha decido relacionarse con su entorno a través de la absoluta indiferencia hacia las personas que, como él, son susceptibles de padecer la discriminación; un hombre gay que es, de forma más precisa, simplemente homosexual y no gay, si diferenciamos uno de otro por su compromiso e implicación en la vindicación de los derechos de la diversidad sexual. Paco Vidarte, en su Ética marica -libro de cabecera que te recomiendo muy especialmente-, ya anunció el problema y nos advirtió, parafraseando a Ortega, del peligro de que «yo soy yo y mi puto culo» se convierta en nuestra máxima vital. Para afrontar esta cuestión, para solucionar los problemas que (nos) ocasionamos los hombres, podemos encontrar respuesta en la sabiduría de las mujeres. El Feminismo suele ser el mejor punto de partida para emprender un pensamiento.
En 1973 fue descrito por vez primera el Síndrome de la abeja reina, que describe el fenómeno por el que algunas mujeres que desempeñan trabajos de alta responsabilidad atacan el feminismo considerando que el sistema ya garantiza la igualdad entre hombres y mujeres, argumentando que ellas han sido las únicas responsables de su propio éxito y, como ellas, el resto de mujeres pueden acceder en igualdad al mercado laboral sin necesidad de acciones positivas. Ignoran, claro está, que su presencia en su propio puesto de trabajo es el resultado de décadas de reivindicación feminista, incluso que puede ser precisamente su discurso antifeminista el que haya propiciado su ascenso, como mecanismo del sistema para acceder a las demandas del discurso que lo pone en duda mientras ataca ese mismo discurso. Esta puede ser la explicación más acertada, traída desde el análisis feminista hasta nosotros, para explicar el comportamiento de Fernando Tejero y, con él, de todos esos hombres gais despolitizados -las «maricas desclasadas», les llama un buen amigo mío- que afirman que no es necesario el activismo, la lucha por sus derechos, puesto que han llegado solos hasta donde están. Esas son las reinas, abejitas inconscientes de que su libertad, sus derechos, su capacidad para decidir cuando son visibles y cuando no les conviene no son dones naturales sino fruto de mucho trabajo de abejas obreras, que se unieron una y mil veces para que esas libertades, derechos y autonomía pudieran, incluso, ser empleadas como privilegios que demonizan ahora el esfuerzo colectivo de la colmena.
Pero frente al problema de los gais despolitizados vuelve a ser el Feminismo el que nos ofrece una solución: el concepto de sororidad, explicado y defendido por Marcela Lagarde, consistente en un planteamiento ético de las relaciones entre mujeres, una alianza que propicia la concienciación sobre el funcionamiento del machismo y empodera a cada mujer para que le sea posible renunciar a sus propios prejuicios misóginos, que la llevan a enfrentarse a sus semejantes, y reconocerlas como tales, en toda su diversidad, y así defenderse juntas de la violencia evitando la victimización a través de pactos entre mujeres donde se supere la sorofobia: el desprecio hacia las iguales por considerarlas competencia, cuando deben ser entendidas como aliadas. Esta misma ética de las hermanas puede y debe ser trasladada a los hombres gais, con la intención de que aprecien su diversidad como una muestra de su propia riqueza como colectivo y no como una amenaza, de que entiendan a sus iguales como aliados y no como competidores, para que poder establecer pactos de hermandad que posibiliten la concienciación sobre las discriminaciones a las que aún pueden verse sometidos; de que cuestionen el sistema heterosexual y eliminen de su pensamiento cualquier idea que los lleve a la endohomofobia y no hacia la defensa en común de sus derechos como grupo. Pactos de hermandad y no de fraternidad, el concepto ilustrado que etimológicamente ya impide la inclusión de mujeres, porque será necesario después tenerlas en cuenta y elaborar un discurso común contra todas las discriminaciones.
Así, volviendo a tomar ideas del feminismo, encontramos en la Democracia vital de Elena Simón Rodríguez los tres pactos a que una mujer debe hacer frente: el pacto intrapsíquico, en que se reconoce como mujer, sujeto de derechos pero objeto de discriminación; el pacto intragénero, donde entiende su semejanza con otras mujeres y comprende su pertenencia a un grupo (la sororidad de Lagarde); y el pacto intergéneros, que reivindica la solidaridad y el compromiso entre opresores y oprimidos para construir una sociedad sin discriminación. Del mismo modo estos pactos los podemos llevar a cabo nosotros: nos reconocemos como homosexuales en nuestra salida del armario, nos empoderamos, nos convertimos en gais, comprendemos que es preciso el pacto de hermandad con nuestros iguales, y a partir de ahí exigimos a los heterosexuales su solidaridad, su respeto hacia nuestra dignidad. Y es necesario añadir un pacto más, importante porque aúna a todas las minorías y a las mujeres en una mayoría, quizá en una juanramoniana inmensa minoría. Un pacto que ha de realizarse a medio camino entre el pacto de los semejantes y el pacto reivindicativo con el dominador: un acuerdo entre todas y todos los discriminados, por su orientación sexual, su identidad de género, su sexo, edad, etnia, nacionalidad, religión, clase social, capacidad física o psíquica… Un gran pacto de la otredad, de todos y todas aquellas que no somos el hombre blanco heterosexual, cisexual, de clase media o alta, de mediana edad, sin ninguna diversidad funcional, que vive en su país de nacimiento y profesa la religión mayoritaria. Un gran pacto de hermandad donde reconozcamos la diversidad de la condición humana y sirva de punto de partida para la reivindicación de nuestras voces, nuestros derechos, nuestros espacios. Un pacto inspirado en Ubuntu, la filosofía africana que mejor afronta la unión de las diversidades y que reconoce la interdependencia de todas las personas bajo el lema «yo soy porque nosotros somos».
Con esa hermandad concienciada entre abejas obreras será posible concienciar al zángano de lo mucho que nos cuestan sus privilegios, no sin antes haber convencido a la falsa reina, que presume de una autonomía ilusoria, de que abandone su corona de cartón y se incorpore a nuestra inmensa familia, porque su supuesto reinado es en gran parte responsable del verdadero mal de nuestra colmena, que no es sino la falta de colaboración de los zánganos. Hay que reordenar nuestros panales, y sólo así todas las abejas disfrutaremos de las mieles de la Igualdad. Por nuestro derecho a la miel, que dé comienzo nuestra alianza.