Cuando llega el 14 de febrero suele venirme a la cabeza la idea de escribir sobre el amor entre hombres. Este año, tras el estreno de Call me by your name, el discurso de Los Javis en los premios Feroz, y tantas reflexiones que se han vertido en redes y columnas de opinión sobre cómo debe o no representarse la afectividad gay en las obras de ficción, me gustaría poder responder con estas líneas a alguna de las importantes preguntas que creo que se encuentran tras esta cuestión.
El debate ha sido encendido: hay quien defiende la temática que hoy llamaríamos LGTB como un argumento abierto sobre el que cualquiera puede aportar su visión, hay quien la entiende como un patrimonio exclusivo de las personas afectadas que solo puede ser tratado por ellas -y que cualquier otra forma de incursión resulta insultante, una «apropiación cultural»-, y hay quienes defendemos el valor de un punto de vista que se alimente de una serie de experiencias personales, que comparta ciertos códigos compartidos dentro de una subcultura, dentro de eso que llamamos «cultura gay».
Desde cada una de esas posibilidades Call me by your name, un trabajo que lleva a la pantalla la novela de André Aciman, ha sido tan criticada como alabada como producto cultural. Creo que quienes conocemos la novela compartimos una misma idea: el texto escrito supera en calidad, con bastante ventaja, a la producción cinematográfica.
A partir de ahí algunas opiniones consideran la película una obra maestra, un material que quisieran haber podido tener a su disposición durante su adolescencia; y otras muchas, dejando a un lado la evidencia de tratarse de ser una adaptación que empeora la historia de la novela, critican una forma tan bucólica de narrar la experiencia homosexual, sin huella alguna de una homofobia que en el espacio y tiempo en que se sitúa la ficción resultaba considerablemente agresiva, o que carezca de una serie de signos, bien difundidos dentro de esa más o menos imaginaria «comunidad» gay, que la harían más apropiable por parte de un público al que, si bien no tiene por qué ir dirigida expresamente como la película, sí es el más directamente interpelado por ella.
Yo quiero encontrar una cuestión de fondo en este debate que alcanza más allá de plantear si Call me by your name es una gran obra o no -que no-. Me inquieta especialmente cómo es posible que un mismo producto cultural que trata una historia de amor entre varones puede acabar siendo tan aplaudido como criticado por los mismos varones que mantienen y desean historias de amor con otros varones.
Y creo que la respuesta a esta pregunta hemos de buscarla en una de las muchas carencias que nos caracterizan como grupo social: estamos tan carentes de productos culturales que traten nuestras problemáticas concretas que damos tanto valor al simple hecho de que un libro o una película hablen de algo que nos interpela que dejamos de juzgar esos productos con los niveles de exigencia que sí aplicamos a muchos otros. Aplaudimos tanto las películas gais porque tenemos muy pocas películas que poder aplaudir como «nuestras».
Lo mismo nos ocurre, creo, con las declaraciones públicas a favor de nuestros derechos como personas no heterosexuales: son tan escasos los cargos públicos y otras personas célebres que de tarde en tarde nos dedican dos palabras que, cuando alguna de ellas lo hace, vitoreamos su discurso como si estuviéramos ante un nuevo Cicerón.
Y puede ser que no, puede ser que simplemente sean dos directores visibles, como Los Javis, que en un momento dado ofrecen un mensaje razonable, pero carente de la trascendencia y profundidad que exigiríamos a cualquiera en un asunto general.
Puede que estemos tan carentes de discurso político que celebramos una simple declaración acertada muy por encima de su valor real, y puede que por eso mismo nuestro activismo sea cada vez más pop y tenga menos capacidad para una transformación real de nuestra situación. Aplaudimos tanto los discursos de visibilidad gay porque tenemos muy pocos discursos que poder aplaudir como «nuestros».
En un día como el de hoy, celebración por antonomasia del amor romántico, creo pertinente lanzar esta reflexión sobre como los varones que amamos y deseamos a otros varones construimos la cultura que nos ayuda a interpretar nuestros afectos, y sobre cómo luego articulamos políticamente la reivindicación de estas querencias nuestras. Si me permites citar a Baudelaire, creo que los gais somos como su albatros: «exiliado en la tierra, sufriendo el griterío, sus alas de gigante le impiden caminar», porque nunca hemos tenido la oportunidad de aprender por nosotros mismos cómo emprender nuestro vuelo.
Nuestros aprendizajes afectivos y políticos son de segunda mano, heredados de un discurso eminentemente heterosexual, con todas las limitaciones que ello puede suponer para nuestras necesidades. Dice el estereotipo que somos más promiscuos, y en realidad es que no nos dejaban acceder hasta hace muy poco a la sacrosanta institución de la fidelidad, el matrimonio.
Dice el estereotipo que somos incapaces de mantener una pareja durante mucho tiempo.
Dice el estereotipo que somos incapaces de mantener una pareja durante mucho tiempo, y en realidad es que el concepto de pareja, todo lo que detrás se esconde, es una sarta de topicazos -bastante machistas, por cierto- que vienen transmitiéndose de manos heterosexuales a manos heterosexuales desde el Neolítico.
Dice el estereotipo que nuestras reivindicaciones están ya todas conseguidas -ni de lejos-, o que como imaginada «comunidad» no estamos especialmente interesados en la reivindicación, y en realidad es que no conocemos otra forma de hacer política que la que hemos visto en un marco político marcadamente heterosexual, y que es realmente costoso seguir imaginando un futuro para nuestras reivindicaciones cuando parece que hemos vamos pudiendo incorporarnos al sistema de vida heterosexual normativo.
Reflexionando considero que esto que llamamos «cultura gay» se ha venido construyendo a base de tratar de llenar como buenamente hemos podido los huecos referenciales que tenemos en lo afectivo, en lo político, y en tantos otros campos, como lo artístico.
Quizá lo que realmente nos pueda definir no sea una serie de valores culturales, sino precisamente la carencia de estos y el corta y pega consiguiente para poder seguir viviendo. Y en un día como hoy, donde se nos invita a celebrar lo afectivo, mi única propuesta es una revolución. Si esa extraña cosa que llamamos «nuestra identidad» se puede precisar mediante cómo practicamos el amor y el sexo y, a partir de ahí, cómo articulamos nuestra política, aprendamos a seguir cuestionando todas las normas, incluso las que nos parecen correctas, porque puede que entrañen trampas.
Construyamos una ética autónoma de lo afectivo que pueda llevarse al plano político y que, por supuesto, pueda universalizarse y liberarnos no solo a nosotros, sino a todos los seres humanos. Habíamos venido al mundo para tratar de amarnos, y para hacerlo verdadera y libremente hemos de seguir avanzando, construyendo nuevas formas de pensarlo todo. Nuestra puede ser la clave para que por fin tenga lugar la que debe ser la revolución de este siglo: la revolución sexual.