¿Todavía hace falta salir del armario?

Después de tanto tiempo dedicándose «nuestro» movimiento LGTB a la visibilidad, considero que resulta ya apropiado formular una pregunta de calado que necesita de una reflexión tranquila: ¿y si la salida del armario resulta ser también una herramienta de opresión?

Este miércoles 11 de octubre se celebra el Día Mundial de la Salida del Armario, una iniciativa ya clásica que importamos desde el movimiento LGTB estadounidense. A lo largo del día son muchas las personas que utilizan las redes sociales para insistir en su compromiso de visibilidad, y vuelven a declararse lesbianas, gais, bisexuales y transexuales. Algunas otras emplean las etiquetas identitarias surgidas a partir de la irrupción del discurso queer, y así aparecen hoy pansexuales, personas intergénero, etc. Y siempre encontramos alguna sorpresa: alguien de cuya heterodoxia sexogenérica no teníamos noticia puede emplear este día para confesarnos que, como tantas otras personas, tampoco puede ni quiere ajustarse a las normas hegemónicas del género y el deseo.

Hace ya dos décadas que un interesante autor, Michelangelo Signorile, publicaba un estudio sobre el armario que culminaba con un Manifiesto del que me parece importante rescatar hoy una idea. Porque hoy también es un día en que habitualmente encontramos el mantra constante de la vivencia liberal de las heterodoxias sexuales que insiste en que no es relevante la visibilidad. Son muchas las personas que así se manifiestan en las redes, insistiendo en que la supuesta «normalidad» de la que aún no tenemos noticia resulta antagónica a las constantes muestras de visibilidad. Por eso conviene recordar a Signorile y decir junto a él que «no existe el derecho al armario». El armario es una herramienta de la opresión, una condena a la que se nos somete a los subalternos de la sexualidad para que no nos atrevamos a cuestionar con nuestras particularidades el sistema sexogenérico establecido. Pero después de tanto tiempo dedicándose «nuestro» movimiento LGTB a la visibilidad considero que resulta ya apropiado formular una pregunta de calado que necesita de una reflexión tranquila: ¿y si la salida del armario resulta ser también una herramienta de opresión?

No creo que sea necesario retomar las reflexiones de Foucault sobre la confesión, si bien entroncan de forma evidente con este proceso que llamamos hoy «salir del armario». A quienes somos susceptibles de ser categorizados como diferentes se nos obliga a desarrollar nuestra existencia en una difícil cuerda floja entre dos abismos: a un lado tenemos la condena al silencio, porque no debemos manifestarnos como disidentes; al otro tenemos la obligación de declarar nuestro apartamiento de la norma, de confesar que no somos como se esperaba que debiéramos ser, para que así facilitar al sistema la opresión. Hace ya muchos años, más de los que es posible precisar en este texto a vuelapluma, este mecanismo último se subvirtió para emplearse como herramienta de reivindicación. Se pensaba que el hecho de mostrar nuestros rostros sin pudor acompañados de un adjetivo u otro podría condenarnos individualmente, y así lo hizo en incontables ocasiones, pero sería extremadamente útil para que otras personas que aún requieren de apoyo, de cierta sensación de comunidad, pudieran animarse a vivir sus vidas con la relativa libertad que es posible en cada contexto. Fueron así apareciendo como referentes lésbicos, gais, bisexuales y transexuales muchas personas, que ayudaron a muchas generaciones a pronunciar las palabras mágicas del germen de su liberación individual: «yo soy» seguía y sigue siendo una confesión, un autofichaje de la policía del género y el deseo, pero que nos posibilitaba el comienzo de una vida supuestamente más libre.

Pero llegados a este punto en el desarrollo discursivo del movimiento que llamamos LGTB es posible hacerse otra pregunta. Aceptemos la utilidad de la visibilización, pero reflexionemos sobre qué y cómo visibilizamos. Para al menos dos generaciones de heterodoxos del deseo y el género palabras como gay supusieron una herramienta óptima para la expresión de su disidencia. Pero no podemos seguir empleando los mismos instrumentos que usamos con éxito hace cuarenta años. Para Armand de Fluvià, el iniciador de «nuestro» movimiento en el Estado español, gay era «toda persona que se pueda relacionar afectiva, erótica y sexualmente con cualquier individuo del sexo que sea», una definición que hoy dista mucho de la realidad a la que nombramos con sus tres letras. La estrategia hiperidentitaria que en su día fue útil para alcanzar el Matrimonio Igualitario tuvo, como contrapartida, la fosilización de esas armas del discurso de la reivindicación. Las siglas LGTB, que en su momento planteaban una auténtica revolución en las formas de vivir la sexualidad y apostaban por una auténtica subversión en los usos y costumbres del género y el deseo, hoy resultan cada vez más integradas en el discurso oficial sobre la sexualidad. Queda mucho camino que recorrer para que identidades como la transexualidad y la bisexualidad sean debidamente reconocidas, y poco más ha avanzado el lesbianismo, pero considero que, pese a toda la homofobia que aún soportamos, los varones que deseamos a otros varones hemos alcanzado un reconocimiento suficiente como para transformar nuestra estrategia reivindicativa. Y es fácil demostrarlo cuando vemos en los medios cómo se celebra una boda gay dentro del Partido Popular con tanta… fiesta.

Sucede quizá que visibilizarse hoy como gay ya no resulta un acto revolucionario. Es posible ser gay como Javier Maroto, y seguir una serie de patrones establecidos. Parece que el sistema «perdona» la disidencia en el deseo mientras se cumplan otros requerimientos. Quizá por eso tantos de nuestros jóvenes, incapaces de cumplir todos esos requisitos, hayan empezado a olvidar la etiqueta gay en pos de otras que siguen cuestionando el sistema sexogenérico de un modo más radical. Visibilizarse hoy como gay apenas cuestiona un sistema que ha bendecido una limitada disidencia con la mismísima presencia de un presidente del Gobierno en una boda entre varones gais.

Celebramos el 11 de octubre el Día de la Salida del Armario, pero conviene recordar que este es un día marcado por una acción que se pretende subversiva, y que quizá lo gay haya dejado de serlo. Visibilizarse como gay parece carecer ya de la propuesta revolucionaria que caracterizó la acción hace décadas, y no nos es lícito conformarnos con la relativa tranquilidad que hemos alcanzado y olvidar que nuestra intención primera era una transformación social radical, beneficiosa no solo para unos pocos. Nuestra visibilidad es y debe ser un imperativo ético, pero debe suponer un paso tras otro en una revolución sexual permanente. Si ser gay ya no es suficiente, llega el momento de imaginar nuevas formas de disidencia que, además de cuestionar las normas que nos oprimen imaginen nuevos contextos sin opresión, ni para quienes pudiéramos llamarnos gais ni para todas las otras personas que nos acompañan en un movimiento decidida y necesariamente feminista. Hay que salir del armario, pero hay que salir del armario para hacer una revolución, no una fiesta a la que invitar a Mariano.

Publicado en Cáscara Amarga el 11 de octubre de 2017.

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