En su primera línea, encabezando el texto que constituye su Exposición de motivos, podemos leer lo siguiente: «el objetivo de la presente Ley es desarrollar y garantizar los derechos de las personas lesbianas, gais, bisexuales, transexuales y transgénero, bisexuales e intersexuales». Dejando a un lado la redundancia bisexual, que se podría haber corregido, claro está, considero necesario destacar que ese objetivo es, precisamente, el que no debe perseguir una ley como esta. Me explico: necesitamos una ley que trate de erradicar la homofobia, no una ley que proteja los derechos de un colectivo determinado. La argumentación estratégica de «nuestro» movimiento siempre ha sido ad iustitiam: reivindicamos determinadas cosas porque si estas se aprobaran toda la sociedad resultaría beneficiada. Así conseguimos la abolición parcial de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social, y también así logramos el Matrimonio Igualitario. Ahora, si en lugar de señalar la homofobia como un problema social que a todos y todas nos afecta, tratamos de argumentar ad hominem defendiendo los derechos de las «personas LGTBI» dejaremos fuera de nuestra reivindicación a una amplia mayoría de la sociedad que, como es lógico, será más difícil convencer de que nuestra causa es justa. La piedra de toque que demuestra este grave error de planteamiento se observa en diferentes puntos del texto, donde se menciona como personas a las que la ley protege «las personas LGTBI y sus descendientes». Y yo sigo sin comprender este último concepto, porque me resisto a pensar que, si bien un niño heterosexual cuyos padres o madres sean del mismo sexo, se ha de enfrentar a la homofobia, que me temo se enfrentará, será protegido por la ley; si bien no será así con un niño heterosexual cuyos padre y madre sean de distinto sexo y que, me temo también, puede enfrentarse igualmente a la homofobia si es percibido como infractor de los mandatos del género y la sexualidad.
Hace ya bastante tiempo que observo con miedo cómo las políticas de la identidad están matando al «movimiento LGTB». Hemos invertido nuestras «gafas rosas» para percibir la homofobia y solo sabemos mirarnos a nosotros y nosotras mismas: las personas que exhibimos con más o menos orgullo «el carné» identitario reconocible en unas siglas precisas. No es extraño, así, que haya quien en su insistente persecución nos acuse de ser un lobby, cuando parece que hemos dejado de buscar bienes sociales universales para centrarnos en las vicisitudes que nos atañen de una forma que creemos específica. Ya no argumentamos con la justicia, sino con la identidad, y de este modo tampoco resulta extraño que haya quien tergiverse la categoría de la «homofobia» para defender sus deseos como derechos, sin darse cuenta de que la oposición a sus intenciones no tiene fundamento en su heterodoxia sexogenérica sino en que con esos deseos puede conculcar, por ejemplo, los derechos de las mujeres. Y, al hilo de esto, cabe señalar también que nuestro «movimiento LGTB», que es y debe ser un bien social común y universal, no solo «nuestro», parece haber olvidado, entre otras cuestiones, su fundamentación feminista. Si bien la cuestión de los vientres de alquiler no se ha incluido finalmente en el texto de la Ley de Igualdad LGTBI –no sin un susto previo debido a un error de dos páginas en una disposición adicional–, queda ahí el problema de la identidad de género, que supone un enfrentamiento radical entre el discurso Feminista y el de las mujeres trans y que, si bien no me compete analizar ni tratar de resolver, indica, una vez más, el error de las políticas identitarias y, al mismo tiempo, el grave problema al que nos enfrentamos como movimiento social si ya no contamos con el apoyo de otro movimiento hermana, el Feminismo, que resulta y así debe ser, más bien, nuestra propia esencia como activistas.
La Ley de Igualdad LGTBI es, en resumen, una propuesta mala, pero al menos es una propuesta. Hay que agradecer con reverencia al conjunto de juristas voluntarios que han trabajado en ella su dedicación, pero también reconocer que no todo trabajo voluntario es aceptable ni deja de ser susceptible de crítica, o nos enfrentaríamos a una dictadura del voluntariado. El texto legal que se nos ofrece, quizá desarrollado con demasiada rapidez y con la ausencia de un largo proceso de pedagogía social que otrora hizo posibles otros avances, está en el Parlamento esperando enmiendas. Y si bien el error que aquí señalo es de tal calado que sería más sencillo que FELGTB retirara la propuesta y comenzara de nuevo la redacción de una propuesta mejor planteada, así como sería recomendable que el grupo de Unidos Podemos revisara mejor qué iniciativas lleva al Pleno del Congreso para evitar un bochornoso debate como el del pasado martes, al que tuve el honor de asistir como invitado; a pesar de todo esto, ahí está ya en trámite. Aprovechemos la ocasión: animemos a los partidos (incluso a los que carecen de honor y respeto a la palabra dada y son capaces de cualquier cosa con tal de sacarse una foto afortunada en el Orgullo) a convocar a todas las asociaciones, las que se agrupan dentro de FELGTB y otras tantas o más que quedan fuera, para mejorar el texto hasta que se convierta en la Ley para la erradicación de la homofobia, bifobia y transfobia que verdaderamente necesitamos como sociedad, no como individuos etiquetados y etiquetables. Una mala lex sigue siendo un punto de partida, una oportunidad para seguir avanzando. ¿Lo hacemos?