La triste cobertura que llevó a cabo el periodista Álvaro Ojeda de la cabalgata de Reyes de Madrid nos dejó un divertido momento en que el reportero creyó identificar a uno de los participantes del desfile como Cristóbal Colón y, al saludarlo por tal nombre, este respondió «¡Soy Copérnico!». Dejando a un lado el ramalazo de homofobia que siguió a ese desencuentro, cuando Ojeda consideró que ¿Newton? era «un poquito amanerado», este suceso, además de servirnos como claro ejemplo de que hoy se llama periodismo a cualquier cosa, nos invita a una reflexión realmente interesante: ¿somos quienes decimos ser o somos quienes otras personas creen que somos?
De un tiempo a esta parte, junto a las ya clásicas identidades reivindicativas de lesbianas, gais, bisexuales y transexuales, nos ha llegado un aluvión de nuevas etiquetas con las que, sobre todo las personas más jóvenes, empiezan a denominarse. Pansexuales, intergénero, trans no binaries, asexuales, demisexuales… recuerdo haber leído un catálogo que recogía un gran número de estas nuevas marcas y que en total superaban las doscientas formas posibles de llamar a otras tantas variantes de la sexualidad, diferenciadas según categorías que superan ya las clásicas distinciones referidas al sexo biológico, el deseo y el género. Gracias a la irrupción de los postulados queer en nuestro activismo hoy nos es posible reconocer de manera específica a personas cuya sexualidad se diferencia de la normativa según unos determinados rasgos que antes nos resultaban indiferentes. Y aunque siempre es deseable el conocimiento, pues es la única forma de combatir los males que quebrantan nuestras libertades, esta forma de observar la sexualidad acarrea una problemática que a priori resulta realmente compleja.
Mi amiga Alicia Miyares publicaba recientemente en Tribuna Feminista un interesante texto sobre lo que ella ha dado en llamar «solipsismo sexual». Como explica la filósofa, «la metafísica solipsista afirma que la única garantía de certeza es el propio yo, por lo que se convierte en irrelevante determinar qué tipo de relación es la que establece un “yo” con otros “yoes”» y esto, si bien produce situaciones como aquella que duda entre Colón y Copérnico, y en que este último sabe quién es y solo alguien con poca formación puede confundir con aquel, llevado al ámbito de la sexualidad provoca que la incertidumbre se convierta en algo insuperable. La identidad, en lo que se refiere a lo sexogenérico, no se refleja a priori de ningún modo que pueda ser reconocible por otras personas, si no es a través de la declaración propia de quien se define identitariamente de tal o cual manera.
Que en lugar de las cuatro etiquetas clásicas resumidas en el conocido LGTB dispongamos de decenas de palabras para precisar toda la diversidad sexual y de género no supone un problema, claro está. Como digo siempre es necesario el conocimiento, y es mejor ser capaces de reconocer los cientos de matices posibles en el gran espectro de la sexualidad. Pero, de manera estratégica, puede que con la eclosión de nuevas identidades nos enfrentemos a un grave problema para nuestra labor en defensa de nuestros derechos. Temo que estemos dejando de centrarnos en cuáles son los males que coartan nuestras libertades y todo nuestro discurso se esté convirtiendo en una reflexión que ha pasado de sexogenérica a sexoangélica.
Creo que, pese a todo el abanico de identidades no binarias que es posible identificar, la problemática de nuestra discriminación, aquella que nuestro activismo debe erradicar, se fundamenta en un problema binario, como binario es el contexto sociocultural donde se asienta nuestra exclusión. A la hegemonía de la sexualidad no le interesa si somos lesbianas, gais, bisexuales o transexuales, y menos aún le importará si somos pansexuales, intergénero, demisexuales o asexuales; le interesa que no nos comportamos correctamente. Este año, en que conmemoramos el quinto centenario de la primera aparición escrita de la palabra «maricón», resultaría interesante aprovechar la efeméride para considerar que, mientras seguimos clasificándonos de unas u otras maneras, en las agresiones que padecemos es ese término centenario el que aparece de forma constante.
Es necesario saber quiénes somos. Es necesario poder acogernos a una o varias palabras como clavo ardiendo sobre el que poder interpretar la vivencia de nuestra sexualidad. Pero las etiquetas con que nos identificamos no pueden servir para distanciarnos en nuestro trabajo activista, no podemos dividir nuestros esfuerzos del mismo modo en que se dividen las izquierdas, menos aún desde postulados solipsistas. Además, en última instancia, poder nombrar y precisar milimétricamente nuestras vivencias no es la batalla final de nuestro trabajo activista.
Quizá sea el momento de hacer de nuestro activismo una tarea más política y menos taxonómica. Nuestras identidades, diversas por definición, pueden sumergirse todas indistintamente en océano de la heterodoxia sexual, de quienes no podemos ser categorizados como heterosexuales. Paco Vidarte afirmaba que «no hay más identidad que la que nos hace estar en contra de la homofobia y la transfobia». Añadamos la bifobia, y fundemos en esa lucha nuestra identidad. Trabajemos para poder ser, e iremos viendo por el camino quiénes somos, Colones, Copérnicos o, siempre, Galileos.