¿Hay que homosexualizar la política?

Si hubiera sabido hace una semana que el gran debate sobre si somos iguales o diferentes en tanto que lesbianas, gais, bisexuales y transexuales podría llegar a colocarse en el primer plano del discurso de la actualidad habría esperado unos días para escribir mi columna del pasado fin de semana. Pero quiso la suerte que el excelentísimo señor don Pablo Manuel Iglesias cometiera ciertas declaraciones acerca del papel de las mujeres o, mejor dicho, de lo femenino en política.

Decía su señoría, y cito literalmente sus declaraciones -las íntegras, no las supuestamente acortadas interesadamente que tendrá usted en mente, si así lo creyó-, que la «feminización» de la política «no tiene nada que ver con que los partidos políticos tengan más mujeres en cargos de representación, que eso es importante y está bien. La feminización no tiene que ver con la presencia de más mujeres en los consejos de administración de las grandes empresas», sino que «feminizar la política es construir comunidad en los centros de estudio, en los centros sanitarios… Eso que tradicionalmente conocemos porque hemos tenido madres, que significa cuidar».

Será que yo no tengo trato de excelentísimo ni de señoría, pero en mi posición de varón no quiero aquí decirle al Feminismo cómo hacer su trabajo; pero dedicaré en cambio unas líneas a tratar de traer a nuestro terreno estos planteamientos, e intentar así dilucidar si el diputado acertó o se equivocaba de nuevo: ¿qué deberíamos hacer? ¿Hay que homosexualizar la política?

Resulta ya añosa la estrategia del movimiento LGTB de reivindicar nuestros derechos a través de la visibilidad, de conseguir que distintas personas en todos los ámbitos posibles hagan pública su homosexualidad, bisexualidad o transexualidad para así demostrar que son estas cuestiones transversales, no limitadas a una serie de espacios laborales determinados -recuérdese el tópico del peluquero de señoras, sobre el que incluso hay un cuplé de los años 20-. Se pretende así poner de manifiesto que somos dignos de ser incorporados de manera visible a los espacios que, supuestamente, están únicamente destinados a personas heterosexuales demostrando, ante todo, que ya estábamos allí, aunque en silencio.

Pero, en paralelo a lo declarado por Pablo Iglesias y siguiendo su planteamiento, dicha estrategia no resultaría tan relevante como el intento de deconstruir esa heterosexualidad -masculinidad, en su caso- que impregna las instituciones a las que pretendemos acceder, para no tener que amoldarnos a sus parámetros y, por el contrario, poder aportar libremente nuestros caracteres fundamentales como personas no heterosexuales o, según su señoría, como mujeres.

Si bien la idea a priori resulta seductora, pues es cierto que los usos y costumbres de lo heterosexual masculino priman en todos los espacios de lo público, cabe preguntarse qué caracteres fundamentales tenemos. Para las mujeres Pablo Iglesias parece defender que son estos rasgos esenciales a su forma de existir los relativos al cuidado, y así «feminizar la política» consistiría en llevar a la política, entre otras, esas tareas de cuidado. Si queremos homosexualizar la política debemos buscar las características esenciales de nuestra Diversidad Sexual y de Género, pues serán esas las que podremos aportar. Supongo que, si partimos de que las mujeres cuidan, fundamentalmente, y nos movemos en ese punto del discurso, los contenidos básicos de nuestras identidades sexogenéricas no hegemónicas deben extraerse de esa misma articulación del discurso: los varones gais, por ejemplo, podríamos aportar nuestra sensibilidad artística, nuestro buen gusto para todo lo relativo a la buena presencia física y del vestido, etc. Homosexualizando la política cambiaríamos por fin las chaquetas de pana por un cuidadísimo outfit de Zara, y hasta puede que en sede parlamentaria se hablara más de Oscar Wilde y menos de la cal viva.

Supongo que con esta reducción al absurdo queda más clara mi postura: atribuir una serie de características esenciales a unas determinadas personas, aun considerándose esos rasgos como postivos, resulta peligroso si no nos detenemos a analizar desde dónde se lleva a cabo la atribución de propiedades esenciales a quienes integran un grupo social concreto. Decir que las mujeres cuidan y los gais nos vestimos bien y hablamos de arte puede parecer algo positivo pero hace perdurar las atribuciones fundamentales que se nos asocian desde el discurso de la opresión, nos vuelve a colocar en el espacio de la exclusión, por mucho que se disfrace el gueto como un parque de atracciones. No hay transformación social posible si se perpetuan los símbolos del patriarcado: será feminismo de la diferencia, o activismo LGTB de la diferencia, pero al cabo resulta un viaje a ninguna parte o, peor aún, al mismo lugar del que partimos, el lugar donde solo podremos disfrutar de nuestra propia exclusión.

Difíciles tiempos estos que nos ha tocado vivir, en los que ya uno no acierta a indicar dónde está el feminismo y dónde el machismo que se pone su disfraz, en los que la más carpetovetónica de las homofobias aprende a sonreír, entalladita en un traje falsamente liberal, y se hace llamar tolerancia. Supongo que en lugar de incorporar a Harvey Milk al ayuntamiento, Pablo Iglesias habría preferido que fuera concejal un varón heterosexual, pero con un gusto para el vestido esquisito –plus quam Alcampo, supongo- y un sentido de la estética artística incomparable, que se emplease seriamente en que el resto de cargos heterosexuales vistiera mejor y visitara museos. Claro que así solo habríamos obtenido un hetero más en un cargo público, cosa que, principalmente, favorece a los heteros. Será distinto, quizá llegue a transformar al menos la apariencia de la discriminación, pero nos estará robando dos cosas: nuestra legitimidad para ocupar ese puesto y la posibilidad de ser nosotros y nosotras quienes transformemos el mundo para adecuarlo a nuestras necesidades. Si bien Audre Lorde decía que «las herramientas del amo nunca derribarán la casa del amo», y así es preciso inventar herramientas y aun casas nuevas, también es verdad, e incluso primordial, una verdad que creo absoluta: el amo no va a derribar jamás su propia casa. Luchemos por el acceso de lesbianas, gais, bisexuales y transexuales a todos los espacios, colaboremos con las mujeres para que ellas puedan acceder igualmente a ellos, y una vez allí recordemos que nuestra labor, entonces, será la de empezar a transformar el mundo. Porque nuestro poder de transformación desde los espacios de exclusión resulta mínimo. Y eso lo saben los amos.

Es posible que haya que homosexualizar la política, y transexualizarla, signifique esto lo que pueda significar, y con cientos de reparos ante los posibles significados, quizá ciertamente contraproducentes. Lo que está claro es que son las personas lesbianas, gais, bisexuales y transexuales las que debemos llevar a cabo esas transformaciones y, para ello y previamente, hemos de asegurarnos el acceso a los espacios donde se practica esa política. Hagamos políticas de integración o inclusión de la Diversidad Sexual y de Género, hagamos políticas feministas, primero, y a partir de ahí, desde nuevos espacios con una mayor capacidad de transformación social, sigamos transformando el mundo. Porque toda revolución requiere de un proceso.

Publicado en Cáscara Amarga el 3 de diciembre de 2016.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s