Decía Paco Vidarte, en su nunca suficientemente recomendada Ética marica, que el conocido «qué bien, hoy comemos con Isabel» no es una antigua canción sefardí, en un arranque de humor negro sobre el antisemitismo de la que aquí llaman La Católica.
Denunciaba así cómo en muchas ocasiones las personas sometidas a un sistema social de dominación llegan a celebrar los actos de quienes los oprimen simplemente porque se ofrecen presentados de un modo positivo, aun cuando no sean más que una forma de sometimiento debidamente camuflada tras una sonrisa amable.
Esta semana hemos sabido que Reino Unido ofrece el indulto, el perdón, a las más de 50.000 personas que fueron procesadas con la inglesa ley antihomosexualidad, vigente hasta 1967, la misma que obligó a Alan Turing a someterse a una tortura hormonal que acabó derivando en su suicidio.
Fueron necesarias más de 600.000 firmas para que el indulto ofrecido en 2013 al matemático que hizo posible el fin de la II Guera Mundial se pudiera extender al resto de afectados por aquella legislación, y esta semana sabemos ya que aquellas personas procesadas que han fallecido alcanzarán el perdón automáticamente, mientras que los 15.000 afectados que siguen con vida deberán solicitarlo expresamente, para evitar, según el Gobierno, que haya quien aproveche la ocasión para borrar de su historial otro delito sexual cualquiera.
Quizá sea porque lesbianas, gais, bisexuales y transexuales somos demasiado proclives a celebrar cualquier noticia que parezca beneficiarnos, pero deberíamos reprimir cualquier muestra de alegría tras leer esta buena nueva que ofrece Reino Unido. Imagina que Angela Merkel, de pronto, lanzara la gran noticia de que Alemania perdonará a todos los judíos y judías que sobrevivieron a los campos de concentración… la reacción social sería de condena absoluta, como es justo, porque hoy somos perfectamente conscientes de que, aunque las leyes del nazismo criminalizaran la judeidad, dichas normas carecen de legitimidad alguna, porque ahora consideramos legítima la propia cualidad de la judeidad. En este caso no se perdona sino que, muy al contrario, se pide perdón.
Stonewall, la asociación en defensa de los derechos LGTB de Reino Unido, ha señalado así cómo la medida no llega tan lejos como debería. Mientras que la comunidad internacional ha intentado compensar de algún modo las atrocidades que ha tenido que padecer el pueblo judío, la deuda histórica con las personas de sexualidades heterodoxas no solo no se ha tratado de compensar sino que, como observamos en este caso, la legitimidad de nuestra diversidad sexual y de género sigue estando por debajo de la de unas leyes antiguas, por muy injustas que podamos considerarlas.
Si lo que merecemos es el perdón es porque, de un modo u otro, la cualidad que nos diferencia de la gente de bien sigue siendo considerada sospechosa, quizá un poquito criminal: no se nos puede aceptar sin más, hay que revisar bien cada caso.
Debemos recibir la gran noticia que nos ofrece Reino Unido esta semana con una mueca que desvele más desprecio que alegría, porque ese perdón no es más que un pedazo del banquete que se está celebrando allá en la mesa del privilegio heterosexual, dejado caer con una sonrisa de caridad, de aquellas que parecen murmurar «pobres, el hambre que les hacemos pasar»; una sonrisa que esconde aún la misma homofobia, bifobia y transfobia de siempre, vestida con nuevas galas.
Y, pese a todo, en nuestra España debemos observar la noticia con envidia: nuestros presos sociales siguen esperando una reparación. Aun habiendo desaparecido las leyes que nos perseguían no hace tanto tiempo, aun habiendo sido borrados buena parte de los antecedentes de muchas personas procesadas mediante esas normativas, siguen siendo muchas las que aún esperan un desagravio adecuado a las ofensas que padecieron.
Y lo que no esperan es que se les perdonen sus pecados: porque a lesbianas, gais, bisexuales y transexuales no se nos ha de perdonar nada: se nos debe pedir perdón.
Publicado en Cáscara Amarga el 22 de octubre de 2016.