Hay que prohibir «Mujeres, hombres y viceversa»

No es la primera vez que tras un atentado se modifica la programación del mediodía y este aberrante programa deja de emitirse para ocupar su horario el telediario de urgencia que trata de aportar información actualizada de lo sucedido. No es la primera vez, tampoco, que estallan las redes sociales cuando los aficionados a este espacio se quejan de que en sus televisores aparezca la tragedia que provoca el terrorismo en lugar del programa que esperaban ver. Y no es la primera vez, igualmente, que otras muchas personas reaccionan a las quejas de estos particulares televidentes haciendo burla y escarnio de ellos. Y me temo que ninguna de estas cuestiones se produjo esta semana por última vez, tras el terrible atentado en Bruselas.

Hay que prohibir «Mujeres, hombres y viceversa», pero no por lo que parecería evidente. Es un programa cutre, machista, que promociona la ignorancia. Pero hay mucha gente que lo ve y disfruta con él, y no resulta ético reírse de todas esas personas que en lugar de mostrar interés por lo que nos parecería lógico -atentados, dificultades para formar un gobierno meses después de unas elecciones, etc.- prefiere dedicar el tiempo que pasa frente a la televisión observando a unas personas que nosotros y nosotras consideramos deleznables.

Hay que prohibir «Mujeres, hombres y viceversa» por nosotros, por lo que ese programa provoca, sobre todo, en las personas que no lo vemos. Porque nos creemos por encima de aquellos que lo disfrutan y nos reímos de ellos, sin pararnos a pensar en por qué lo prefieren al intelectual telediario. Si pretendemos que nazca la sensibilidad hacia lo que consideramos relevante en un grupo de personas el peor camino posible es comenzar ridiculizándolas, tratando de reafirmar así lo que parece un acomplejado ego «erudito» que trata de reforzarse mediante la humillación del otro, colocándolo por debajo.

Si queremos que «Mujeres, hombres y viceversa» deje de atolondrar televidentes, utilicemos la posición de poder que creemos poseer gracias a nuestra intelectualidad supuestamente deslumbrante, y movilicémonos para que las cadenas empiecen a ofrecer contenidos de calidad. Porque instaurar clases sociales basadas en los gustos televisivos lo único que genera es la desigualdad que siempre conlleva la construcción de diferencias entre personas.

Lo mismo sucede con la Semana Santa, con el Orgullo, con tantas y tantas cuestiones que suceden a diario. Reírnos del otro y considerarlo inferior sólo nos lleva a perpetuar el status quo en que unas y otras personas necesitamos de la humillación de otras para sentirnos mejores. La clave está en desarrollar nuestra capacidad para la empatía, ser capaces de ubicarnos en el espacio del otro y entender sus motivos. Comprender que mientras nosotros pensamos en el Orgullo como evento superior, hay quien aprecia determinadas cosas en la Semana Santa que pueden llegar a resultarnos interesantes o, en todo caso, nos ayudarán a entender desde dónde parten quienes pasan horas detrás de un paso, por qué lo hacen, y hallar el origen de lo que desde nuestra -supuesta- posición de poder consideramos erróneo. Porque quizá una vez comprendido los equivocados seamos nosotros o al menos nos sea más fácil de este modo realizar el camino a la inversa, y hacer entender a esas personas la importancia que tiene para nosotros, nuestro Orgullo.

Hay que prohibir «Mujeres, hombres y viceversa», pero no por los efectos que produce en quienes lo ven, sino por lo que nos produce a nosotros. Porque en lugar de emplear nuestra supuesta superioridad para comprender a ese grupo de televidentes, la utilizamos para ridiculizarlos. Y ese modo de hacer sólo nos lleva a colaborar con la persistencia de los males que creemos encontrar en el mundo.

Publicado en Cáscara amarga el 27 de marzo de 2016.

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