Una amiga compartía esta semana en Facebook un interesante artículo que recordaba unas valientes palabras de la feminista Marcela Lagarde: «las mujeres deben aprender a no educar tiranos«. Con ellas la profesora, referente internacional del Feminismo, recordaba el importante papel de las mujeres en la reproducción de las ideas machistas pues, siendo una de las funciones que se les asignan socialmente la de la educación de los hijos e hijas, es a través de la Lengua materna, expresión con que la autora llama al modo en que las mujeres explican la realidad a sus descendientes, como llegan a ellos y ellas las primeras concepciones del sistema de poder mediante el que se relacionan los sexos.
Casi por casualidad andábame yo terminando de leer La dominación masculina, gran contribución de Pierre Bourdieu al discurso del Feminismo, y allí me topé con un párrafo que indirectamente celebraba el valor de Marcela Lagarde al señalar esa particularísima responsabilidad de las mujeres en la perpetuación del machismo. Hablaba Bourdieu de cómo es entendible el deseo de no exponer las más duras consecuencias de la discriminación para no “ratificar lo real” y ofrecer incluso argumentos al propio discurso de la dominación, si bien “hay que asumir el riesgo de parecer que se justifica el orden establecido desvelando las propiedades por las cuales los dominados (mujeres, obreros, etc.), tal como la dominación los ha hecho, pueden contribuir a su propia dominación”. Las propias mujeres, así y como bien indica Lagarde, participan en esa difusión de la ideología de la dominación masculina, pero no de un modo plenamente consciente; no porque gracias a inculcar a sus hijos e hijas los fundamentos del machismo -sin tener más consciencia de la transmisión que la de estar trasladando ideas tradicionales- obtengan ningún beneficio, más bien al contrario. Si sucede, si las mujeres enseñan machismo, es porque los puntos clave de esa doctrina de la dominación forman parte esencial de una cosmovisión compartida por prácticamente toda la humanidad; y sólo haciendo conscientes a esas mujeres de las enseñanzas que imparten y de su importancia es posible que lleguen a modificar esa lengua materna para adecuarla a la difusión de unos valores que no eduquen tiranos. Y, tras todo esto, ¿cómo trasladanos esta cuestión a nuestro caso como lesbianas, gais, bisexuales y transexuales? ¿Qué parte de responsabilidad tenemos en la perpetuación de la homofobia, la bifobia y la transfobia?
Aunque a quienes nos dedicamos más o menos activamente al activismo en defensa de los derechos de las personas no heterosexuales nos gustaría que nuestro discurso reivindicativo fuera el más extendido y participado por aquellos y aquellas cuya orientación sexual e identidad de género no se ajustan a la ortodoxia es evidente que la posición más habitual para afrontar la propia Diversidad Sexual y de Género es otra realmente distinta. Un marcado liberalismo individualista, que tanto criticó Paco Vidarte en su Ética marica, sirve como fundamento al punto de vista que propios y ajenos manifiestan en referencia a la heterodoxia sexual. El discurso de la libertad individual frente a la colectiva, del sálvese quien pueda, posibilita que, status de clase mediante, sean sólo unos pocos los que puedan desarrollar su sexualidad con una autonomía simulada, si bien no resulta difícil comprender que ese posicionamiento basado, entre otras muchas cuestiones, en la discreción no hace sino seguir el juego de un discurso dominante y dominador, que permite la visibilidad de quienes no somos heterosexuales a cambio, precisa y paradójicamente, de que no nos visibilicemos. Sería posible argumentar cómo estos planteamientos, si bien no refuerzan la homofobia –y bifobia y transfobia- clásica, posibilitan otras formas de discriminación más refinadas, que toleran la Diversidad Sexual y de Género siempre que se manifieste según unos patrones muy precisos y condenan cualquier separación de una nueva normativa de la sexualidad cuyos mecanismos de dominación son más sutiles y han pasado de condenar a la totalidad de las personas diversas a sólo perseguir a las más alejadas de la norma. Y sería posible también señalar que la difusión de ese nuevo discurso, gestado en la dominación, hace posibles nuevas dominaciones –que no son sino variantes de la dominación que ya nos parece eterna-, y que las propias personas no heterosexuales que lo comparten, como las mujeres que señala Lagarde, colaboran con la discriminación de una manera particular, sin haberse llegado a plantear cómo su punto de vista, aun con la pátina justificadora de la tolerancia, nace del discurso clásico de la dominación de los heterodoxos sexuales actualizado para nuevos tiempos. Pero resulta más interesante profundizar más en el análisis y tratar de encontrar, en nuestro caso particular como personas lesbianas, gais, bisexuales y transexuales, la presencia de esa lengua materna y cómo influye en nuestra forma de entender la Diversidad Sexual y de Género.
La particularidad fundamental de nuestra Diversidad es que, frente a otras muchas, no disponemos de referentes iguales a nosotros y nosotras en nuestro entorno hasta una edad ya avanzada, cuando hemos aprendido a ver y juzgar nuestro entorno según los puntos de vista de la heterosexualidad normativa. Así, aunque esa forma respetable de no ser heterosexual sea difundida también por nosotros mismos, no participamos con nuestra posible difusión en la construcción de esa norma para lo que se escapa de la norma. Del mismo modo en que las mujeres, según señalaba Marcela Lagarde, inculcan el discurso de la dominación masculina a través de aquella lengua materna, es a través de ella, y de una indiscutible lengua paterna, como nos llegan los planteamientos que sostienen nuestra particular dominación y que compartimos hasta el momento en que aprendemos a cuestionarlos, consiguiendo de ese modo, en la medida de lo posible, la emancipación que nos permite generar nuevas formas de relación entre sexualidades. Lo curioso es que son los mismos planteamientos que educan tiranos, en lo relativo a la dominación masculina, los que también educan homófobos –y bífobos y tránsfobos-, pues lo que se transmite en ese momento educativo, ese machismo cultural, se refiere a conductas permisibles vinculadas al género propio y ajeno que si por un lado pueden reproducir y perpetuar las relaciones de poder entre hombres y mujeres también, sin modificarse un ápice, mantienen, esto es, eternizan, el discurso de la discriminación hacia quienes no somos heterosexuales por no ajustarnos a esos mismos patrones de género.
Nos es posible señalar, siendo valientes como Lagarde, la responsabilidad de los dominados en la difusión y reproducción de los discursos que los convierten en dominados. Pero es necesario destacar y no olvidar que su participación en buena medida es inconsciente, que no hacen sino transmitir los únicos “valores” que toman por válidos. Por eso si es preciso buscar un culpable de la discriminación no es posible señalar a los propios discriminados y discriminadas, sino a quienes tienen verdadera responsabilidad en la perpetuación de los discursos hegemónicos: las instituciones. Escuela, Estado y, aunque creamos que cada vez en menor medida, Iglesia son los agentes que ratifican como válidos unos discursos y no otros, colaborando con su mantenimiento. Los dominados que compartimos los puntos de vista que nos convierten en discriminados -que somos todos, pues resulta casi imposible escapar de los fundamentos de la cultura aprendida, por muy grande que sea nuestra emancipación- lo hacemos porque no se nos ofrecen otros puntos de vista que enriquezcan nuestra capacidad de análisis. Por eso es absolutamente fundamental conquistar esas instituciones -incluída por supuesto la Iglesia- para garantizar que el discurso de la dominación no sigue evolucionando hacia nuevas formas de control más sutiles, sino para revolucionarlo y generar nuevos discursos donde no quepa esa relación de poder entre oprimidos y opresores; donde sea la convivencia desde el mutuo respeto el fundamento de nuestros puntos de vista.