Aún de resaca postelectoral, parece que con las diferentes victorias y derrotas de nuestros partidos no hemos celebrado suficientemente que con un 62,07% de los votos Irlanda haya aprobado el Matrimonio Igualitario en el referendum celebrado el pasado fin de semana. Aunque es preciso señalar lo inapropiado de que el reconocimiento de los Derechos Humanos deba realizarse mediate una votación en que también intervenga el sector de población contrario a la Igualdad -preocupa que un tercio de la ciudadanía irlandesa se haya tomado la molestia de trasladarse a una sede electoral en defensa de la intolerancia-, era necesario hacerlo así para modificar la Constitución y, tras la votación, Human Rights Watch asegura que disminuirá la desigualdad y la discriminación en la católica Irlanda.
Han sido muchas las reacciones: además del júbilo generalizado, la aprobación del Matrimonio Igualitario en la isla ha reabierto una vez más el debate en Alemania, en su día pionera con el reconocimiento de las uniones civiles pero hoy claramente desfasada, si bien Angela Merkel se mantiene firme en su posición contraria y prefiere un reconocimiento progresivo de derechos, como ha hecho esta semana. Pero resulta más interesante la reacción -en varios de sus significados- de la Iglesia Católica. Pietro Parolin, nombrado cardenal por el ¿progresista? Papa Francisco, y actualmente Secretario de Estado del Vaticano comentó que se encontraba «muy triste por el resultado, la Iglesia tiene que reforzar su empeño evangelizador», añadiendo además que no es únicamente «una derrota de los principios cristianos»: también califica la aprobación del Matrimonio Igualitario como «una derrota de la humanidad«. Ante unas declaraciones de este tipo, que tiran por tierra definitivamente los supuestos nuevos modos que había traído el nuevo Papa, hemos de preguntarnos si las personas lesbianas, gais, bisexuales y transexuales somos o no seres humanos. ¿Qué entiende la Iglesia por humanidad?
Para el diccionario de la Real Academia «humanidad» hace referencia a diferentes significados: «género humano», «conjunto de personas», los interesantes «fragilidad o flaqueza propia del ser humano», «sensibilidad, compasión de las desgracias de buestros semejantes» y «benignidad, mansedumbre, afabilidad»; y el primero de todos, «naturaleza humana», que la Academia entiende como «conjunto de todos los hombres». A partir de éste último, si bien tan poco precisado por la RAE, es necesario reflexionar sobre cómo se relaciona la institución del matrimonio con la naturaleza humana, dejando a un lado, por el momento, planteamientos más profundos sobre lo esencial o no de esa naturaleza propia de la humanidad. Así, sólo teniendo en cuenta que es preciso diferenciar entre las cualidades innatas y adquiridas del ser humano y aceptando como obviedad que la regulación de la convivencia que conocemos como matrimonio supone una construcción social fundamentada en una u otra forma de entender la sexualidad innata de los hombres y las mujeres; descubrimos que la gran diferenciación se encuentra, una vez más, en cómo comprende la sexualidad la Iglesia Católica. Gracias a la promoción constante que el obispo de Alcalá de Henares hace de las terapias reparativas de la homosexualidad entendemos que para el discurso cristiano, al menos para el oficial, la humanidad nace heterosexual y en consecuencia el matrimonio sólo puede aceptarse, como se han hartado de recordarnos, entre un hombre y una mujer. Cualquier otra variedad, como se lamenta el cardenal Parolin, es una derrota para esa concepción de la humanidad irreconciliable con la evidente diversidad de los seres humanos.
El problema, entonces, se encuentra en dos visiones opuestas de la naturaleza humana: la que acepta la diversidad como una cualidad innata y la que considera la diferencia como una amenaza para el «plan divino», que supuestamente nos ha hecho a todos y todas idénticos. Si ambas consideraciones fueran compatibles de algún modo y no se tratara de una intentando censurar a la otra la solución podría pasar por la mediación intercultural -si aceptamos que sobre ambas se levantan dos culturas diferenciadas y no, como es lo que ocurre, la posición reduccionista impregna cualquier visión que se le aparte-. Pero es habitual encontrarse casos como el de Janis Francis Pujats, cardenal de Letonia, que ha defenido como las más adecuadas legislaciones europeas sobre libertad sexual las llevadas a cabo por, ni más ni menos, Hitler y Stalin, o acciones políticas que de algún modo descansan en esa concepción primaria, como las que hemos descubierto gracias a un informe de CCOO que viene haciendo silenciosamente el ministro Wert, que ha reducido a menos de la mitad la financiación de los planes educativos de atención a la diversidad.
Para el discurso religioso cristiano, de este modo, nuestra naturaleza humana es, como siempre han mantenido a lo largo de los siglos, contra natura. Las personas lesbianas, gais, bisexuales o transexuales no encajamos en la concepción de humanidad que defiende la Iglesia en sus más altas esferas, bien porque hemos traicionado, según defienden, el imperativo natural de la sexualidad, bien porque, si la diversidad es de una u otra manera algo esencial en nuestra naturaleza, ésta no es humana. O traidores o mutantes. A partir de este punto, reconocidos como outsiders de su sistema natural, no nos quedan más que dos opciones: ignorarlo y seguir comprendiendo que la diversidad es una de las cualidades básicas de lo humano o intentar involucrar en nuestra concepción de la naturaleza humana a quien se resiste a comprenderla, quizá precisamente recurriendo a sus propios textos sagrados, como el pasaje del Evangelio en que Cristo no tuvo problema alguno en sanar a la pareja masculina de un soldado (Mateo 8:5-13; Lucas 7:1-10) o, más apropiada la cita para el caso concreto del matrimonio, mencionando el conocido «mejor casarse que abrasarse» de San Pablo (Corintios I, 7:9). Quizá, sólo quizá, con esto el Papa no sólo atienda la petición de más de 86.000 firmas para que en su próximo viaje a África denuncie como anticristiana la violencia contra personas lesbianas, gais, bisexuales y transexuales; quizá con esto Francisco «el progre» comprenda por fin que la naturaleza humana es indiscutiblemente diversa, y que lo cristiano es defender esa diversidad como obra de Dios y exigir, en todas partes, el Matrimonio Igualitario.