Las víctimas del mal menor

La discriminación contra todas aquellas personas que no somos heterosexuales, la homofobia, como concepto que puede llegar a englobar, para mejor entendimiento de todos y todas, también la bifobia y la transfobia, se nos manifiesta diariamente bajo diferentes disfraces. Incluso «el mismo Satanás se nos disfraza como ángel de luz», que diría San Pablo (Corintios2, 11-14), y es posible incluso llegar a pensar que una sonrisa de burla es una sonrisa amiga. Pero, aunque después del Matrimonio Igualitario somos muchos quienes hemos venido señalando una evolución en las manifestaciones de la homofobia, la presencia de la discriminación es constante aún, en sus formas más clásicas, y es preciso saber reconocerla para poder combatirla.

Resulta extremadamente sencillo descubrir la actitud homófoba en la legislación de Rusia, más ahora cuando suma a su persecución a personas homo y bisexuales la transfobia e impide que las personas transexuales puedan conducir, así como percibir la homofobia que padecen miles de adolescentes y que en muchos casos los llevan al suicido –el último, esta semana, Ronin Shimizu, de 12 años-; o entender la discriminación tras los constantes asesinatos de personas transexuales, que debieran empezar a considerarse genocidio, como ha sucedido recientemente en Chile, donde ha sido asesinada Josefa Salazar, de 24 años. Del mismo modo, es fácil reconocer la homofobia en el affaire chunguitos que ha pasado esta semana por nuestros televisores, con los hermanos José y Juan Salazar prefiriendo un hijo con diversidad funcional a un hijo «maricón», con la siguiente denuncia por parte de FELGTB y de Juventudes Socialistas y PSOE, que han provocado la expulsión del dúo homófobo del programa Gran Hermano; o alegrarse por la condena a un hombre sentenciado como homófobo que de forma constante llamaba «gay» a un compañero de trabajo en Murcia), y porque un ministro de India haya tenido que desdecirse tras anunciar que crearía un centro específico para «curar» personas homosexuales. El movimiento por los derechos de las personas lesbianas, gais, bisexuales y transexuales ha conseguido que la mayor parte de la ciudadanía sea capaz de reconocer el mal que habita tras algunos actos, declaraciones y pensamientos, y ese reconocimiento se afianza, muy a nuestro pesar, en que se han vuelto constantes las agresiones a personas no heterosexuales que se convierten en noticia. Muy pocas, no obstante, teniendo en cuenta que, si sólo se denuncia el 10% de las que suceden, siendo reconocidos 452 casos en 2013 por el mismísimo Ministerio del Interior -con ese ministro que, desde luego, no es para nada amigo de nuestro trabajo por la Igualdad-, estaríamos hablando de 4520 agresiones en un solo año, esto es: en España se produce una agresión contra una persona no heterosexual cada dos horas. Hay que agradecer así, y mucho, el trabajo de los colectivos que, como hace Arcópoli, trabajan tanto y tan acertadamente por solucionar esta situación de violencia continua, si bien, aunque lo denominemos violencia, podríamos llamarlo directamente terror, dadas sus proporciones y cualidades, y teniendo en cuenta que las agresiones también las padecen las propias personas heterosexuales cuando se comportan de alguna manera que se considera inadecuada, como ha sido comprobado en un reciente experimento televisivo. Citando a Hannah Arendt, es terror y no sólo violencia porque «la diferencia decisiva entre la dominación totalitaria basada en el terror y las tiranías y dictaduras, establecidas por la violencia, es que la primera se vuelve no sólo contra sus enemigos, sino también contra sus amigos y auxiliares, temerosa de todo poder, incluso del poder de sus amigos», esto es, la homofobia es una forma dominación basada en el terror porque censura incluso a las personas heterosexuales, cuyo poder les podría permitir apartarse de la heteronormatividad.

Más complicado, por otra parte, resulta reconocer el trasfondo homófobo en algunas actitudes. De todas las formas de homofobia es la homofobia liberal y la homofobia cognitiva, siguiendo la clasificación de Daniel Borrillo, las que más fácilmente pasan desapercibidas. Así da comienzo el engañoso juego de la tolerancia y llegamos a creer que una discriminación no lo es si no se nos presenta de manera clara y concreta. De este modo, frente al próximo reconocimiento de la adopción por parejas del mismo sexo en Austria, podemos encontrar a Alexis Tsipras, líder del griego Syriza, echándose atrás en su apuesta electoral por el Matrimonio Igualitario y la Adopción Homoparental arguyendo ahora que sobre este aspecto no hay consenso en la comunidad científica. Una forma muy sutil de discriminación que consiste en aplazar el reconocimiento de derechos, delegando su confirmación en las opiniones de ciertos científicos, algunos de los cuales son decididamente homófobos. Podemos denominarlo homofobia heredada, podemos reconocerlo en el clásico «ahora no toca», que siempre considera otras necesidades -heterosexuales- más urgentes.

Y en ese mismo laberinto de la homofobia agazapada tras otros sucesos nos es posible encontrar el difícil caso del humor veladamente homófobo. No hablo de la injuria directa, o de los chistes, ya propios del pasado, como aquellos que se recogían en un librito, Chistes de mariquitas, de 1989, donde era posible leer textos tan… «hilarantes» como «No es que tenga las uñas largas, / es que tengo las manos pequeñitas«, «No hagas con la mano / lo que puedas con el ano» o

«-Pero Juanito, loca ¿por qué vienes todo sangrando?

-Porque unos brutos de pueblo me dijeron «te ‘amo», y yo les dije, ¡amadme!

-¿Y?

-Y ellos me contestaron, «te ‘amo a dar una paliza, maricón«;

hablo del humor que hoy es tan diferente, porque ahora que la persona no heterosexual no puede ser objeto del chiste, porque se considera políticamente incorrecto construir la burla de este modo, se sigue empleando el lenguaje de lo no heterosexual, el universo simbólico que se refiere a cualquier forma de heterodoxia sexual, como un mecanismo de la sátira. Ya no se nos permite reírnos de una persona lesbiana, gay, bisexual o transexual en tanto a esa cualidad -o eso quiero creer, claro está-, pero sí que es posible que para construir la risa a través de la denigración de un sujeto cualquiera se emplee precisamente un conjunto de símbolos socialmente relacionado con la sexualidad heterodoxa. No es posible reírse de un hombre homosexual, pero lo relativo a la homosexualidad, como es socialmente entendido el sexo anal, fundamentalmente, sigue siendo valorado negativamente y provoca la denigración de la persona con que se asocia. Así se construye una forma de humor que aún resulta legítima, un humor homófobo porque, si bien no ataca directamente a las personas no heterosexuales, se sirve de la simbología que se les asocia para atacar a otras personas -presuntamente- heterosexuales. Y lo peor es que esta forma de sátira, por apoyarse en un conjunto de motivos que socialmente se aceptan como denigrantes, olvidando a quién se refieren realmente, es en el mayor número de los casos, si no en todos, inconsciente, lo que hace que ese mal ejercido contra las personas no heterosexuales se convierta en un mal banal, siguendo la conceptualización de Hannah Arendt, un mal que se lleva a cabo de manera inconsciente, sin comprender sus consecuencias, que se ignoran para alcanzar otro objetivo. Precisamente en 2013 el artista venezolano Daniel Arzola difundió la campaña gráfica «no soy tu chiste» para denunciar, entre muchas cosas, esta forma de discriminación tan velada que se escuda en el humor.

Al hilo de esto no puedo dejar de recordar los trágicos sucesos en torno a la revista satírica francesa Charlie Hebdo. La barbarie a la que se ha tenido que enfrentar la redacción de un periódico que simboliza la libertad de expresión, y con ella todo Occidente, es inconmensurable, incomprensible e inasumible. En los días transcurridos desde el asesinato de varios de sus redactores se han sucedido los homenajes, pero también varias críticas más o menos veladas que, sin dejar de condenar lo ocurrido, recordaban los contenidos ciertamente inadecuados de la revista. Me interesa hoy plantearme por qué la denuncia del lenguaje homófobo a la hora de construir la risa, habitual en gran parte de la prensa satírica -recordemos los españoles El Jueves y Mongolia, que nos resultan más cercanos-, ha sido interpretada como fuera de lugar. Considero que, ante un hecho que entraña una maldad tan extrema como un ataque terrotista, cualquier otro mal involucrado en la situación queda, como es lógico, presentado como un mal menor: no resulta relevante recordar la sutil homofobia del lenguaje de la sátira cuando nos enfrentamos a un ataque con tantas víctimas mortales. El problema nace del hecho de que ese aplazamiento del análisis del mal menor se produce incesantemente.

La historia de las personas no heterosexuales está llena de injusticias y de aplazamientos. Después de que una pareja de hombres, Harmodio y Aristogitón, inventaran la democracia tras derrocar al tirano griego Hiparco, tanto en regímenes democráticos como en otros que no lo fueron los padecimientos de lesbianas, gais, bisexuales y transexuales han quedado en segundo plano, y aún hoy trabajamos para visibilizarlos. Pierre Seel nos recuerda al acercarnos a su historia cómo, tras la liberación de Francia por las tropas de De Gaulle después de la ocupación nazi en 1945, si bien fueron muchas las alegrías cuando las personas recluidas en los campos de concentración pudieron recuperar su libertad, la homosexualidad siguió siendo considerada un delito e incluso se produjo un recrudecimiento de los ataques homófobos. De este modo cayeron en el olvido presos y presas de los campos, que tuvieron que silenciar su experiencia porque, en la fiesta de la liberada Francia, seguían siendo considerados como delincuentes, víctimas de segunda clase.

Más recientemente, ya lo recordamos muchos, en medio de los debates que giraron en torno a la guerra de Irak, en tanto se construía la imagen de un occidente que aseguraba los derechos humanos y la imagen del realmente malvado Bin Laden, parte fundamental del llamado entonces «eje del mal», un grupo de personas comprendió, al enfrentarse a los muchos mensajes que trataban de ridiculizar a uno y otro bando de aquella guerra recurriendo al lenguaje simbólico de la homosexualidad y, más específicamente, del sexo anal, que en esa construcción del héroe y del villano existía una constante: la homofobia, que unos y otros presentaban de forma más o menos encarnizada. Así nació la conocida frase «El eje del mal es heterosexual», como lema de denuncia de la norma heterosexual, constante en unos y otros discursos, de izquierdas o derechas, orientales u occidentales. Pero también cayó en el silencio, porque el mal al que nos enfrentábamos era mucho mayor que el que con esos mensajes velados padecíamos todas aquellas personas que no encajábamos en el canon de la heterosexualidad.

¿Cómo conciliamos, entonces, el mal supuestamente menor que sufrimos como lesbianas, gais, transexuales y bisexuales con el mal que padecemos como seres humanos? De nuevo Hannah Arendt nos señala cómo «si a una la atacan como judía, tiene que defenderse como judía«, es decir, «si os atacan por el hecho de ser judío, uno no puede contestar: “disculpe, no soy judío, soy un ser humano”; que nos sería útil para saber cómo hemos de enfrentarnos a los ataques específicamente homófobos, bífobos y tránsfobos: respondiendo en tanto que lesbianas, gais, bisexuales y transexuales. Pero no nos ayuda a sopesar qué cualidad es más fundamental en la formación de nuestra identidad, si la referida a la diversidad sexual o la más amplia que se relaciona con nuestra propia condición humana. En palabras de Rosa Cobo, hablando de la discriminación hacia las mujeres, nos es posible hacer nuestras sus preguntas:

«¿Por qué la cuestión de género tendría que subordinarse a la cuestión de la raza, de la etnia o de otras variables de opresión? ¿Quizá se repite la misma historia, pero con personajes diferentes, que sucedió con el marxismo, para el que la contradicción principal era la clase y la cuestión de las mujeres era la secundaria? Y esto vuelve a plantear un desafío al feminismo: ¿es posible conjugar dos militancias al mismo tiempo sin traicionar a ninguna de las dos?»,

y cuestionarnos si nuestra militancia como personas no heterosexuales debe estar por encima o no de una fundamental militancia como defensores de los Derechos Humanos, aunque dentro de ellos acaben habitualmente siendo silenciados nuestros derechos específicos, una y otra vez, víctimas siempre de un mal que nos han convencido de clasificar como menor, condenados eternamente a defender a aquellos a quienes atacan aún cuando nadie quiera tener en cuenta más tarde los ataques que sufrimos.

Quizá sea ésa la gran virtud de esa esencia nuestra que hemos/se nos ha construido como lesbianas, gais, bisexuales y transexuales: la solidaridad incondicional. Como en aquella huelga de mineros en Inglaterra corremos al socorro de los desfavorecidos, aunque no sean como nosotros, aunque al principio sólo sean capaces de despreciarnos. Esa historia, ahora reflejada en la película Pride –en cuya portada ha sido censurado cualquier atisbo de diversidad sexual y de género-, sirvió para que muchos años después el Sindicato de Mineros apoyara las demandas de los colectivos LGTB sobre el Matrimonio Igualitario en Inglaterra. Somos solidarios siempre, y puede que en algún momento dejemos de ser víctimas de un mal menor, puede que dejemos de ser secundarios, mientras luchamos incesantemente. Puede que nuestra bondad radical, nuestra solidaridad incondicional, nos sea devuelta algún día. Por eso es el momento de decir yo soy Charlie, aunque Charlie no sea como yo. Je suis Charlie même si Charlie n’est pas comme moi.

Publicado en Cáscara Amarga el 17 de enero de 2015.

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