Reforma o revolución (un dilema para el discurso activista)

Ahora que asistimos en directo a la crisis de la socialdemocracia -crisis de la que se viene hablando desde que existe la socialdemocracia- no está de más rescatar un texto clásico sobre el tema. Aunque Rosa Luxemburgo jamás habría pensado que su libro Reforma o revolución pudiera servir en un futuro para hablar del celebérrimo Convenio Internacional de Adopción con la Federación Rusa creo, por lo que iré diciendo, que es sobre la dicotomía que nos plantea la autora sobre la que hemos de plantear el dilema ético que supone este tratado. Pero antes, conozcamos los antecedentes del tema que ha centrado el discurso del activismo durante este verano.

Desde que Rusia modificara su legislación para perseguir la «propaganda gay», fueron paralizadas las adopciones internacionales de niños y niñas provenientes de la Federación Rusa, exclusivas ya entonces para matrimonios de personas de distinto sexo y personas solteras, por el «miedo» a que los menores rusos acabaran en familias de parejas del mismo sexo. En torno a 500 parejas españolas, de distinto sexo, algunas con niños ya asignados, esperan desde entonces que concluya el procedimiento de adopción internacional. Ya a finales de 2013 algunos diputados, como Juan Moscoso (PSOE) o Chesús Yuste Cabello (CHA, dentro del grupo de Izquierda Plural) manifestaron su preocupación por esas familias y solicitaron que se acelerase la firma de un nuevo convenio que permitiese la llegada a España de los niños y niñas asignados y que permitiera que las parejas que habían iniciado el procedimiento lo vieran culminar favorablemente. Ya entonces algunos activistas levantamos la voz para advertir sobre la posible exclusión de parejas del mismo sexo en el nuevo texto, señalando que los partidos comprometidos con la igualdad de las personas no heterosexuales quizá debieran considerar abstenerse ante un texto discriminatorio; pero no fue hasta finales de julio de 2014 en que se anunció el debate sobre el texto, negociado a puerta cerrada por el Partido Popular, en la Comisión de Exteriores del Congreso. Cogam, el colectivo de la Comunidad de Madrid, pidió en una carta a su señorías la abstención, si bien fueron 28 votos a favor y sólo dos abstenciones: Izquierda Plural y UPyD.

Pasó agosto, y el 4 de septiembre se celebró una concentración, convocada por el mismo Cogam y Galehi, para pedir el voto en contra en la sesión plenaria del Congreso, tal como ya venía haciendo FELGTB en sus reuniones con los grupos parlamentarios -a excepción del PP-; que finalmente se celebró el 11 de septiembre, quedando finalmente aprobado el convenio -aún a la espera de la votación en el Senado-, con 288 votos a favor (94,7%) de PP, CiU, PNV, UPN y PSOE, 8 votos en contra (2,6%), de Izquierda Plural, BNG y Compromís, 8 abstenciones (2,6%) de UPyD, CC y GB; y un considerable revuelo en redes sociales ante la aprobación del texto.

Hasta aquí la crónica de los hechos, durante los cuales las personas que nos dedicamos en mayor o menor medida al activismo por la defensa de los derechos de lesbianas, gais, bisexuales y transexuales hemos aprendido derecho internacional, constitucional, de adopciones; hemos tenido debates internos y externos, en público y en privado; hemos observado enfrentamientos en redes sociales, leído notas de prensa, suaves y agresivas, declaraciones contradictorias, colectivos y partidos que cambian al unísono su postura sobre el convenio… E incluso algunos movimientos particulares ante los que, por ser especialmente extraños, es preferible hacer como el pequeño Lázaro en la rivera del Tormes y afirmar que «sé y no sé». Pero lo interesante de este proceso, a mi juicio, no es únicamente el debate en sí sobre el propio convenio, que también, sino todas las implicaciones que tiene este debate al que nos hemos enfrentado.

Aunque nos pese, el convenio, en sí mismo y objetivamente, desde el punto de vista jurídico, no contiene ningún tipo de discriminación contra personas no heterosexuales. En él se dice que sólo podrán ser adoptantes los matrimonios y, tal como está previsto en la legislación española -el artículo 9 de la Ley de Adopción Internacional-, ésta se regula siempre según el ordenamiento jurídico del estado en que es nacional el futuro adoptado. Es decir: sólo pueden adoptar los matrimonios reconocidos en la Federación Rusa que, como ya sabemos, está muy lejos de considerar siquiera la posibilidad de regular el Matrimonio Igualitario. Así, la discriminación nos llega desde la legislación rusa, que entra en mayor o menor medida en nuestra España igualitaria a través de dicho artículo -que de ser suprimido, claro está, imposibilitaría toda adopción internacional, así funciona el mundo-.

Otra cuestión muy diferente es el debate de fondo, más cercano a la filosofía activista que a los planteamientos jurídicos, que se abre con la aprobación de este convenio. Porque encontramos una confrontación de derechos: el de los menores a ser adoptados, y poder así desarrollar en España una vida más plena, con más seguridad para que no se vean comprometidos los derechos que les reconoce la Convención sobre los Derechos del Niño; y el de las parejas a adoptar, a través del derecho a formar una familia -que incomprensiblemente no aparece expresamente mencionado en nuestra Constitución-. En este dilema se han movido los partidos políticos y las asociaciones a la hora de valorar el Convenio de Adopción. Puede defenderse el voto afirmativo, considerando la supremacía de los derechos de los menores susceptibles de ser adoptados, el voto en contra, valorando que prima el derecho de las parejas del mismo sexo a ser adoptantes; o un voto de abstención, que no resuelve la confrontación pero tampoco ubica ningún derecho por debajo de otro.

¿Y qué pienso yo, frente a este dilema irresoluble? Pues mira, si he de serte sincero, es prácticamente imposible tener una idea clara. Unamuno, al meditar sobre la fe, afirmó que «una fe que no duda es una fe muerta», y es la única tabla de salvación que encuentro al estar dividido mi pensamiento entre mi acérrima defensa de los derechos de las personas no heterosexuales y valorar su relación con el resto de derechos humanos. Con una noticia tan escalofriante como la del asesinato esta semana de un joven gay en Brasil, donde además se incendió un local donde dos parejas del mismo sexo iban a celebrar sus matrimonios, y con historias sobre agresiones a activistas en Belgrado mi primer pensamiento es la necesidad de un activismo sin dudas, que defienda nuestros derechos de una manera radical –desde la raíz, que a veces el término no se entiende- y que no se amedrente ante un debate heterocentrado, donde parece que en ocasiones se reivindica con menos fuerza para «no molestar a los heteros, que demasiado están cediendo ya y hay que ser solidario también con ellos». En esta línea, durante el debate acerca del convenio he escuchado voces muy radicales – desde la raíz- que afirmaban estar hartas ya de tener que ceder, cuando quienes nos discriminan no ceden jamás, que «no van a quitarme mis derechos ni por quinientas ni por una sola familia. O adoptamos todas o nadie». Pero también han sido muchas las personas que han explicado que las parejas del mismo sexo no han podido nunca adoptar en Rusia -ni en casi ninguno de los países del planeta-, y que la postura más acertada es permitir la aprobación de este convenio más o menos discriminativo, siempre según se mire, para seguir trabajando y aprobando nuevos convenios que sí permitan la adopción a todas las parejas.

En algún momento de este debate añadí yo mismo un punto a considerar: desde la aprobación en 2005 en España del Matrimonio Igualitario ya no existen, o no deberían existir, unas y otras parejas, y las adopciones deberían regularse para que al común de las parejas les fuera posible adoptar sin ningún tipo de diferencia fundada en el sexo de sus integrantes. No deberíamos tolerar, en nuestra forma de pensar, comprometida con la Igualdad para con las personas no heterosexuales, que cualquier debate que se abra centre su atención únicamente en las necesidades de las personas heterosexuales, que sea un debate heterocentrado, porque nuestra forma de actuar ya no diferencia unas y otras parejas y, ubicando cualquier problema desde una perspectiva global, nos será más sencillo encontrarle una solución que satisfaga al conjunto total de personas afectadas. Pero el Derecho Internacional, que se fundamenta siempre en la reciprocidad, nos recuerda que nuestras parejas aún son parejas de segunda en muchos países, y de ahí nos llega la diferenciación.

Hoy, intentando aportar un nuevo punto a este debate, del que aún queda mucho por decir, vengo a recuperar la distinción entre reforma y revolución con el que comencé este texto. La revolución es un objetivo final, que conseguirá cambiar un modelo social determinado por otro mucho más justo. Todas las acciones deben estar destinadas a ese fin. Mientras, el reformismo se centra en los pequeños pasos que pueden mejorar en algo la situación de los oprimidos, pero puede alejarse en ocasiones de conseguir una verdadera transformación social, en pos de no alterar demasiado el sistema establecido, dentro del que algunas de las personas oprimidas han podido llegar a acomodarse. Rosa Luxemburgo tachó de pequeñoburgueses a estas últimas, en su búsqueda de un orden social donde el poder estuviera realmente en manos de los trabajadores, no uno donde únicamente se les cedieran pequeñas parcelas de autonomía. Pero, en nuestro debate, ¿quiénes serían los pequeñoburgueses y quiénes los proletarios? Por un lado encontramos parejas de diferente sexo y parejas del mismo que pueden permitirse un proceso de adopción internacional -que hemos de recordar que resulta prohibitivo, alcanzando una media de gasto de unos 30.000€-, y un sistema legal que puede excluír a las segundas en pos de salvaguardar los derechos de las primeras. No cabe duda de quiénes, aquí, ocuparían el papel de los oprimidos. Pero también tenemos, por otra parte, a los menores que esperan ser adoptados en situaciones increíblemente desfavorables, cuyos derechos, tanto como si son heterosexuales como si no lo son, muy difícilmente serán respetados, tal como están las cosas, por un estado como Rusia. Dicho esto, hemos de preguntarnos, hemos de decidir: ¿las parejas del mismo sexo están más oprimidas que niños en Rusia, o los menores que esperan ser adoptados van antes, en la balanza de los Derechos Humanos, que algunas parejas que pueden quedar excluídas del procedimiento de adopción internacional? ¿Cómo se encajan, en definitiva, el resto de derechos humanos dentro del debate en defensa de los derechos de las personas no heterosexuales? ¿Qué medida será puramente reformista, poco más que un parche, y qué acción implica realmente una revolución, un cambio de paradigma que se abre hacia un futuro mejor? Yo lo siento, pero no dispongo de una respuesta clara, que era lo que esperaba alcanzar con la redacción de estas líneas. Te dejo aquí unas palabras de la propia Rosa Luxemburgo. Decide tú qué es lo que más nos conviene como lesbianas, gais, bisexuales y transexuales: una reforma o una revolución. Aunque… ¿serán cuestiones incompatibles?

«El problema de reforma o revolución, de objetivo final y movimiento es, fundamentalmente, bajo otra forma, el problema del carácter pequeñoburgués o proletario del movimiento obrero» Rosa Luxemburgo

Publicado en Cáscara Amarga el 20 de septiembre de 2014.

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