Ítaca

Hace unos meses, cuando comencé la redacción semanal de esta columna, no pude resistir la tentación de recordar el conocido poema de Cavafis, prometiendo que algún día tú y yo llegaríamos a la isla prometida. El viaje no ha hecho más que empezar, pero para terminar este 2014 quiero compartir contigo algunas reflexiones sobre esa tierra donde por fin lesbianas, gais, bisexuales y transexuales podríamos encontrar un espacio que reconozcamos como propio.

No suele gustarme citar la Biblia, porque considero que un texto que se emplea para perseguirnos es difícilmente utilizable para defendernos. Pero quizá por eso, y porque el próximo 4 de enero veintiséis hombres serán juzgados en Egipto por su presunta homosexualidad, tras haberse realizado una redada en el hammam donde se encontraban, y al hilo del estreno de Exodus, el peplum de mediana calidad con que hemos podido entretenernos este mes; tal vez por estos motivos convenga recordar como metáfora al pueblo que tuvo que escapar del valle del Nilo. Y es que si algún colectivo se parece al nuestro, salvando muchas, muchísimas, distancias, es el que profesa como religión el judaísmo. No en vano Didier Eribon tomó las Reflexiones sobre la cuestión judía de Sartre como modelo para escribir su magistral Reflexiones sobre la cuestión gay. Pero el gran problema es que a nosotras y nosotros no sólo se nos da caza en Egipto. También en Zimbabue han sido atacados esta semana treinta y cinco activistas, también en Reino Unido el delirante John Rees-Evans, del Partido de la Independencia, ha afirmado que «a las personas homosexuales les gusta tener sexo con animales«; también en Madrid hemos conocido una nueva agresión a un joven gay que ha tenido que pasar por quirófano, y también en Manchester Elisabeth Lowe ha decidido suicidarse ante la angustia que le producía confesar a sus padres su lesbianismo. Las personas de sexualidad heterodoxa somos perseguidas en todos y cada uno de los puntos de la Tierra y hemos de preguntarnos: ¿será la única salida posible conseguir una tierra propia?

El 14 de junio de 2004 un grupo de activistas, tras la prohibición del Matrimonio Igualitario por el parlamento federal de Australia, decidió echarse al mar al bordo del barco llamado GayFlower, y proclamar la independencia del Reino Gay y Lésbico de las Islas del Mar de Coral, nombrando emperador a Dale I. Llegaron a realizar una tirada de sellos propios, con la intención de congraciarse con los círculos filatélicos (?), y tiempo después nacieron otras micronaciones para ciudadanía lesbiana, gay, bisexual y transexual, como el Gay and Lesbian Commonwealth Kingdom, el Unified Gay Tribe, y la Gay Homeland Foundation, todas con ánimo activista, claro está, sin que en ninguna haya llegado a residir nadie ni hayan sido reconocidas a nivel internacional. En ese mismo año de 2004 Luis Antonio de Villena publicaba Huesos de Sodoma, una interesante novela donde nos narra cómo, tras el descubrimiento en un yacimiento arqueológico cercano al Mar Muerto de las ruinas de lo que fuera en su día la ciudad bíblica, nace un movimiento a escala global que reivindica una tierra propia para todas las personas que no encajan dentro del canon de la heterosexualidad. Durante años yo mismo, cuando explicaba en alguna charla estos sucesos, solía bromear anunciando que en algún momento proclamaría la independencia del Archiducado de Nueva Sodoma -un archiduque tiene siempre un toque más apropiadamente decadente que un rey, exceptuando algunos casos que conocemos demasiado bien-; y hoy, al releer en la Declaración de Independencia del Reino Gay y Lésbico de las Islas del Mar de Coral la frase «en los países en que hemos vivido durante siglos aún se nos tiene por extranjeros… En el mundo tal como es ahora y durante un periodo infinito… creo que no se nos dejará en paz» me pregunto si la única manera de que alcancemos nuestra propia Ítaca pasa por la declaración de independencia, del bíblico éxodo, que nos permita escapar de la dominación heterosexual.

Las personas que nos autodenominamos lesbianas, gais, bisexuales y transexuales, y todas aquellas que no se sienten cómodas en los patrones de comportamiento de la norma heterosexual, hemos sido socializadas y educadas según indican las leyes de lo sexualmente correcto. Como muchas veces se ha dicho, nuestra especificidad nos distancia de otras minorías étnicas o religiosas por la inexistencia de referentes cercanos durante nuestra niñez y adolescencia. Así, mientras un joven judío puede disfrutar, al menos en su hogar, de la socialización entre iguales, quienes no somos heterosexuales no alcanzamos a disponer de un entorno de personas semejantes hasta muy avanzada nuestra vida -si es que llegamos a conseguirlo-, cuando ya es demasiado tarde y el daño es irreparable. Cuando se menciona recurrentemente la Cultura LGTB, bajo cualquiera de sus nombres, olvidamos que para disponer de una cultura propia es preciso un grupo humano que la desarrolle independientemente y perpetúe sus tradiciones y símbolos; de suerte que tan sólo somos capaces de producir subculturas ligadas a una entidad cultural superior marcada por la heterosexualidad. No generamos identidades propias -ni siquiera con la ristra de etiquetas posmodernas que se consumen hoy y generan entretenidísimos debates conceptuales que habitualmente ralentizan el trabajo activista-, sino que nos limitamos a reiterpretar interpelaciones exógenas, ajenas, fruto de la concepción que la heterosexualidad tiene de nosotros y nosotras. Pasamos de sodomita a homosexual, de homosexual a gay y lesbiana, a bisexual, incluso a pansexual -en el angélico debate sobre los sexos y los géneros-, muchas veces sin comprender que los atributos clásicos del marica, que le imponen los ojos heterosexuales, no son tan distintos de los rasgos asociados al estereotipo del hombre gay actual. Si antes cuidábamos tan bien de nuestras madres ahora la enfermería es una profesión característicamente gay, si antes éramos chismosos ahora el periodismo es una profesión característicamente gay… La feminización como instrumento para la exclusión social sigue estando vigente, pero edulcorada, y quizá hayamos caído en la trampa de pensar que nos hemos independizado cuando sólo nos hemos infiltrado en las instituciones antes reservadas a personas heterosexuales. Nuestra lucha, muy digna, ha sido alzarnos desde la subcultura a la Cultura, pero parece que por el camino se nos ha olvidado la vindicación fundamental de nuestra autodeterminación y ahora sólo somos una parte más de la Cultura Heterosexual. Más integrados en su normativa, menos apartados en los márgenes, pero igualmente extranjeros, extraños a ella, porque no hemos participado en su construcción.

El gran problema es que nos es absolutamente imposible generar una autonomía absoluta, por la marca de nuestra socialización. No puede existir una identidad totalmente propia de quienes no somos heterosexuales cuando hemos aprendido a hablar, a amar, a leer, a entender, según los preceptos de la heterosexualidad hegemónica. Estamos condenados y condenadas al yugo, por muchos campos propios que soñemos. Ni aún los hijos e hijas lesbianas, gais, bisexuales y transexuales que criemos podrán escapar de la injerencia heterosexual. Por eso el viaje a Ítaca se nos hará eterno, y sólo nos será posible disfrutar de la travesía, cuestionando las normas y tratando siempre de defender un pensamiento absolutamente crítico incluso con lo que consideramos más propio. Así, sigamos nuestro camino en el año que ahora comienza, paso a paso, y a lo largo de la odisea, del éxodo, sólo te pido, de nuevo con un verso de Cavafis, «ten siempre a Ítaca en tu mente». Feliz 2015.

Publicado en Cáscara Amarga el 27 de diciembre de 2014.

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